Viernes, 24 enero 2003 Año IV. Edición 541 IMAGENES PORTADA
Entrevista
Antonio Benítez Rojo: El escritor y su archipiélago

por JESúS DíAZ Parte 1 / 4
Benítez Rojo
Antonio Benítez Rojo

Antonio, tu infancia se dividió entre Panamá y Cuba, entre Ciudad de Panamá y La Habana. ¿Tuvo esto que ver con tu vocación y tu destino como estudioso del Caribe?

Mucho. Henry Morgan, el bucanero inglés, saqueó e incendió la antigua Ciudad de Panamá, dejándola convertida en un montón de ruinas. Alrededor de 1930 estas ruinas, que hoy están dentro del perímetro de la ciudad, quedaban un tanto alejadas y literalmente cubiertas de nubes de mosquitos trasmisores de la malaria, enfermedad muy temida entonces. El lugar despertaba en mí la fascinación que tiene lo maldito, lo prohibido, y pedía constantemente a mi padre que me llevara a ver Panamá Viejo a través de las ventanillas cerradas de su Studebaker. También, durante un tiempo, vivimos en la ciudad de Colón, en el Caribe, que queda cerca de los viejos muros y fortalezas de Portobelo, donde atracaban los galeones para embarcar el oro y la plata que venía del Perú a través del istmo. Portobelo también fue atacado varias veces por corsarios, entre ellos Francis Drake. Naturalmente, hay un folklore oral, muy vivo en mi infancia, que habla de todos estos ataques. El caso es que, cuando llegaba a La Habana (mi madre viajaba a La Habana en el verano y en las Navidades), me encontraba con los castillos y fortalezas del Morro, la Punta, la Fuerza, la Cabaña... y esta continuidad de antiguos parapetos y cañones, unida a una común tradición de saqueos, por fuerza tuvo que haber dejado en mi mente la idea de un pasado aventurero y heroico a la vez. Pienso que mi curiosidad por el pasado, por buscar en la historia las claves del Caribe, se debe mucho a la curiosidad que me producían, y aún me producen, las armas antiguas, las murallas y garitas, las historias de corsarios y piratas. Más aún, debido a que mis primeros recuerdos ocurren a bordo de los barcos de la Dollar Line y la Grace Line, que viajaban del Atlántico al Pacífico, el mar abierto, las navegaciones, la vista de tierra —a La Habana se llegaba de noche, la farola del Morro barriendo la cubierta del barco, las luces de la ciudad brillando en la lejanía, acercándose cada vez más— dejaron en mí la idea de un mundo acuático, conectado marítimamente a la manera de un archipiélago, que domina hoy en día mis opiniones sobre el Caribe, incluso las que tienen que ver con la cultura.

¿Qué otras memorias conservas de estos lugares?

De Panamá pienso que el cine es lo más importante. Mi padre y un italiano de apellido Pernas eran dueños de varios teatros, tanto en Ciudad de Panamá como en Colón. De manera que mis primeros años transcurrieron felizmente entre funciones de cine, que allá empezaban a las diez de la mañana. A diferencia de otros niños de clase media que tenían manejadoras, la persona que me cuidaba era un negro de Barbados llamado Ray, que en las noches trabajaba como acomodador en uno de los cines. Así, Ray y yo veíamos no menos de una película diaria, muchas veces la misma. Recuerdo especialmente El capitán Blood, obviamente mi película preferida, con Errol Flynn, mi héroe hasta el Bogart de Casablanca. También Las cruzadas y Los últimos días de Pompeya... La carga de los 600, Motín a bordo, Sueño de una noche de verano, Tres lanceros de Bengala, el musical Rose Marie, con Jeanette McDonald y Nelson Eddy, y otras más. Mi memoria es buena y puedo recordar escenas de todas estas películas. Tal vez me ayude el hecho de que mi padre, hombre de muchas lecturas y gran imaginación, tenía ideas publicitarias muy creativas. Por ejemplo, cada vez que estrenaba una película de importancia, organizaba un desfile por las calles de Panamá. Recuerdo el de Las cruzadas, los hombres marchando con armaduras de cartón y hojalata, envueltos en pedazos de sábanas pintados con una cruz roja. La Habana era otra cosa. Parábamos en casa de mi abuelo, en la calle Rodríguez, que sale a la Calzada de Jesús del Monte. Allí se vivía en medio de la miseria, pues mi abuelo, totalmente arruinado, tenía por único ingreso su pensión de alférez del Ejército Mambí. Con eso, unido a lo poco que ganaba mi tía Gloria como dependienta en una tienda de sombreros, se sostenía toda la familia, es decir, mi abuela, mis tíos Sergio y Alberto y mis tías Dulce y Georgina, todos estudiantes. Pero había más gente. Estaba la vieja Felipa, una antigua esclava de mi bisabuelo que había optado por permanecer en la casa, y Norberto, un muchacho negro que había sido adoptado de la Beneficencia, el asilo de huérfanos. Además, en la segunda planta vivía mi tía Rita con su esposo y mi primo Roberto, que era de mi edad. Ellos constituían una familia independiente y cuando llegábamos dormíamos en una de las dos habitaciones de que disponían. No obstante, casi siempre estábamos todos abajo, pues la escalera salía de la sala de la casa. Pero bien, el caso es que yo la pasaba muy bien allí Todas mis tías solteras tenían pretendientes que las visitaban a diario. En aquellas veladas se jugaba a las prendas, se cantaba, se recitaba, se ponía a funcionar una carcomida pianola y se hacían imitaciones de personajes de la radio, digamos la del detective chino Chan-Li-Po. Y ahora que menciono la radio, no puedo menos de recordar los episodios de Manuel García, rey de los campos de Cuba, y los de el Corsario Negro, adaptación de la novela de Salgari, los cuales escuchaba durante el día junto a mi abuelo, siempre pegado al flamante RCA Victor, el único lujo en aquella humilde casona.

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