Viernes, 24 enero 2003 Año IV. Edición 541 IMAGENES PORTADA
Entrevista
59, 68, 89

El conocido hispanista alemán Martin Franzbach privilegia un enfoque objetivo de la realidad cubana a través de la literatura.
por JORGE A. POMAR, Colonia Parte 3 / 4

O sea, todo este entusiasmo tenía como referente una realidad más bien imaginaria.

Sí, de cierta manera no era más que una proyección, una utopía. Más tarde, ya en la etapa del movimiento de solidaridad con Cuba, más instrumentalizado que espontáneo como antes, institucionalizado, entramos en contacto directo con la Isla. Yo viajé por primera vez a mediados de los años 70. Exactamente en 1975. Pero muy tarde. No, no, antes de esa fecha yo aún no había viajado a Cuba. Lo hice a título privado. Porque todavía no existían relaciones diplomáticas entre Bonn y La Habana, y me aconsejaron viajar en calidad de periodista.

¿Entrevistaste a personajes de la cultura o la política cubana?

No, lo de periodista era un mero pretexto de viaje. Sin embargo, el MINREX tenía un departamento de atención a periodistas extranjeros y en mi primera estancia, que duró un mes, me "fabricaron" un extenso programa que incluía visitas a varias empresas industriales y cooperativas, conversaciones con dirigentes del Partido, etcétera. Además, me llevaron a Santiago de Cuba para que viera los lugares y escenarios históricos de la fase de rebelión. En fin, lo usual en estos casos.

¿Es cierto que la visión que tenía un huésped occidental culto de la Isla en el período de institucionalización comparaba ventajosamente con otras realidades del Tercer Mundo conocidas en Europa?

Yo conocía ya otros países del Tercer Mundo, también de América Latina. No obstante, lo que vi en Cuba me parecía muy positivo, justamente porque desde antes abrigábamos esperanzas de un mejoramiento de la situación política, social y económica en Cuba. Si se quiere, veníamos ya predispuestos, con ese prejuicio valorativo. Corrían los años de la instauración del Poder Popular, de la intervención de la tropas cubanas en Angola. Uno creía que cada año iba a ser mejor, y esa ilusión la defendí hasta bien entrada la década de los 80.

¿Cómo llega tu interés por la literatura cubana?

Bueno, a través del contacto personal con escritores. Aunque, si mal no recuerdo, en el 72 publiqué ya algunos artículos sobre el tema en distintas revistas de solidaridad. Conocí a Miguel Barnet... Sí, en Cuba. Y en París a Alejo Carpentier, a quien veía cada vez que visitaba la Embajada de Cuba en París. Además, él había dado muchas conferencias en la Cité Universitaire y en la Casa de Cuba, que aún existía. Así que puede decirse que de cierta manera entré en el mundo de la literatura cubana de la mano de figuras claves.

¿Tu relación con Carpentier llega a tener algún grado más allá de lo formal?

No, qué va. Él siempre veía en mi persona al germano-occidental. Y cuando discutíamos sobre el caso Padilla, por citar un ejemplo, Carpentier adoptaba siempre una postura muy cautelosa, muy diplomática. Eso sí, era un funcionario muy cumplidor. Permanecía en la Embajada desde las nueve de la mañana hasta las dos de la tarde, puntual como un reloj. Siempre recibiendo a gente que mostraba interés por su obra. Conversábamos también mucho sobre su obra en particular. No sé por qué él siempre prefería hacerlo en su impecable francés, en vez de hacerlo en español.

¿Cuál era tu propia postura respecto al caso Padilla?

Bueno, en un libro de ensayos que publiqué en el 84 yo criticaba mucho a Heberto Padilla, más o menos defendiendo la línea de Carpentier, alegando que once millones de cubanos debían tener más peso que el escepticismo de un solo intelectual. Aunque la postura de Carpentier era punto por punto la oficial (en definitiva, fungía como agregado cultural de la Embajada Cubana en París), lo cierto es que en aquel entonces, dado mi propio talante, yo tampoco estaba en condiciones de contradecirlo y me limité a reproducir la opinión de él en mi libro. Ésa es la pura verdad.

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