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Ignacio Piñeiro
JOAQUíN ORDOQUI GARCíA, Madrid Parte 1 / 2

Si Miguel Matamoros es el máximo representante del son oriental; Sindo Garay, el más importante compositor de canciones que ha dado Cuba; no cabe la menor duda que Ignacio Piñeiro es el integrador por excelencia: la gran síntesis de todos los aportes y experimentos que se realizaron en el interior de la música cubana durante las primeras décadas del siglo XX. Prácticamente todos las evoluciones que ha vivido el son desde la creación del Septeto Nacional parten de los cánones fijados por Piñeiro en esta agrupación.

Nació en barrio de Jesús María —el 21 de mayo de 1888— y pasó su infancia en Pueblo Nuevo. Aunque estos atributos no definen todas sus potencialidades, sugieren a la perfección una niñez poblada de solares, rumbas de cajón y orishas, y una adolescencia deslumbrada por el descoyuntado danzar de los íremes y la adusta hermandad de los ekobios. Porque Ignacio fue profundamente habanero, rumbero y ñáñigo, pero también otras cosas.

En el curriculum previo a su consagración, destaca su participación como improvisador decimista en la agrupación de clave Timbre de Oro y la dirección de Los Roncos, una de las mejores formaciones de rumbas que ha dado nuestro país. Para ella compuso varios guaguancós, algunos tan rotundos como Cuando tú desengaño veas y, sobre todo, Dónde estabas anoche, acaso la más conocida de todas las rumbas.

En 1927 gesta el Sexteto Nacional, formado por él mismo (director y contrabajista); Juan de la Cruz (voz tercera y claves); Bienvenido León (voz segunda y maracas); Abelardo Barroso (voz prima y claves); Alberto Villalón (guitarra y coros); Francisco González (tres y coros); y José M. Incharte (bongó). Sin embargo, se trataba todavía de un formato limitado, donde casi todos los instrumentos cumplían una función rítmica, aunque la guitarra y el tres aportaban armonías y algo de melodía. Si bien es cierto que los treseros introducían formidables improvisaciones, el desarrollo melódico dependía casi completamente de los cantantes. Poco tiempo después, Piñeiro introduce la trompeta, al contratar a Lázaro Herrera, cuyos contrapuntos, solos e improvisaciones iniciarían una verdadera revolución en el son: el septeto. La inclusión de este instrumento eminentemente melódico rompía el esquema según el cual el son era un género para ser cantado —al estilo del Trío Matamoros—, o una combinación de cantantes y base rítmica para bailar —al modo de los sextetos—. La puerta estaba abierta para sucesivas innovaciones. Años después, la inclusión del piano daría lugar al conjunto, cuya paternidad se disputan Roberto Espí y Arsenio Rodriguez.

Como compositor, Piñeiro utilizó al Septeto de forma experimental, lo cual se evidencia, también, en sus letras que, aunque carecen de la poesía y la variedad de Miguel Matamoros, rompen con la estructura de la cuarteta —predominante en los primeros sones— e introduce formatos más libres que propician, a su vez, la evolución del género.

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