Viernes, 24 enero 2003 Año IV. Edición 541 IMAGENES PORTADA
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Caracas: Hugo Chávez, Salvador Allende

por ANTONIO SáNCHEZ GARCíA Parte 1 / 3
Pinochet, Allende
Pinochet, Allende

1.- Si usted le preguntara a un chileno que hace tres décadas no superaba los veinte años de edad si quisiera volver a vivir los terribles tiempos de su juventud en un país dividido por el odio fratricida, seguramente adivinaría su respuesta. Yo no tenía veinte años: tenía treinta. Volvía de pasar los últimos años de mi vida realizando estudios de doctorado en la Universidad Libre de Berlín, era un marxista convencido —con estudios especializados en Hegel y la tradición filosófica marxista, desde el joven Marx hasta Georg Luckács, Karl Korsch y ese post marxismo industrializado, edulcorado y cinematográfico de Herbert Marcuse, con quien compartiéramos posteriormente escritorios de trabajo en el Instituto Max Planck de Starnberg, Alemania— y apostaba por una salida revolucionaria, en la mejor tradición foquista: guerra de guerrillas, vía armada, liquidación de la burguesía, aniquilación del capitalismo, toma del poder. Tenía todas las razones históricas, políticas e ideológicas para detestar al estalinismo soviético y soñar con una revolución proletaria de corte castrista y guevariana para mi país, al que volví en noviembre de 1970, a días de la asunción del mando por el reformista de ideología y sentimientos socialdemócratas Salvador Allende.

Pude haber hecho "carrera política" en el Partido Socialista de Chile. Nada más llegar me convertí por un corto período en asesor ideológico de un viejo conocido, Carlos Altamirano, a quien visité en el Senado de la República para redactar un documento titulado Fascismo o socialismo: el enfrentamiento es inevitable, que le sirviera de plataforma ideológica para conquistar la secretaría general del PS en el Congreso Nacional de dicho partido, celebrado en enero o febrero de 1971 en la ciudad nortina de La Serena. Preferí, en cambio, ingresar al MIR como simple y llano "simpatizante". Incluso feliz de hacerlo: era la autodisciplina bolchevique, el orgullo por la postración ante los "profesionales de la revolución", castrante y autoritaria en su misma esencia. Lo hice junto a dos compañeros de trabajo en el Centro de Estudios Socio-económicos (CESO) de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile, en Santiago: Tomás Amadeo Vasconi, sociólogo argentino ya fallecido, y Marco Aurelio García, exiliado brasileño entonces y hoy a la vera de Lula da Silva como su asesor para asuntos internacionales.

Esos tres años transcurridos desde mi llegada al país sin otro bagaje que una formación histórica y filosófica para poner al servicio de la revolución armada, y el golpe de Estado tres años después, que nos encontrara a Vasconi, a García, a mí y a un puñado de los más importantes investigadores marxistas de América Latina —muchos de Brasil, entre ellos el mismo Marco Aurelio, Ruy Mauro Marino, Vania Bambirra y Theotonio dos Santos— en nuestro centro de trabajo sin una pistola en la mano y la más mínima idea de qué debiéramos hacer para ocupar "nuestro puesto de lucha", pasaron como en un suspiro. De simpatizante, pronto me encontré formando parte de la militancia, dirigiendo la política universitaria del partido y trabajando como adjunto a Bautista Van Schowen, "Jorge", el segundo hombre más importante de la Comisión Política detrás de Miguel Henríquez, y encargado del aparato cultural. Recuerdo haber dormido tres o cuatro horas diarias entre interminables, muy fatigosas y áridas discusiones con periodistas, cineastas, cantantes e intelectuales del MIR. La más ingrata de las tareas imaginables para un funcionario de la revolución, como era mi caso: encargarse de la intelligentzia individualista e inconforme de la pequeña burguesía chilena.

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