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Canarias: Reaparición de Páez

Cuando un monólogo se constituye en poder político, aparece la autocracia.
por MANUEL DíAZ MARTíNEZ  
Hombre durmiendo
Hombre durmiendo (Jacinto Higueras)

Días atrás Raúl Rivero, desde ese planeta estático que es Centro Habana, evocó a Páez en estas mismas páginas, y evocar a Páez es invocarlo. La última vez que lo mencioné fue en Logroño, hace tres años, y se materializó en forma de una sombra que salió apresuradamente de la tasca en que conversábamos Alfonso Martínez Galilea, Paulino Lorenzo y yo, dejando en la puerta un instantáneo tremolar de capa (y caspa) al escape. Pero ahora se ha hecho presente en forma de texto aparecido de pronto entre mis papeles. Y el texto, escrito a máquina en un folio amarillento, con el título puesto a mano con tinta ya moribunda, es el que sigue. Tiene una fecha: octubre/91.

Monólogo del monólogo

En teatro, el monólogo es un género que goza de añejo prestigio. En él han desplegado su talento grandes dramaturgos de diversas épocas y naciones. Pero, en política, el monólogo jamás ha servido para nada bueno. A la corta o a la larga ha sido fatal. Esto, por ejemplo, lo saben bien los españoles, quienes hasta hace quince años estuvieron padeciendo un monólogo que duró treinta y seis. Los países apasionados, y España es uno de ellos, son fáciles presas del romanticismo, y el romanticismo es el padre y la madre del monólogo. No del monólogo como género, sino como sistema.

Hay países que no salen de un monólogo para entrar en otro. Cuando Rafael Alberti declaró, en su última visita a México, que a él le gustaría que la gente se muriese hablando, al momento pensé que en tales países sólo una persona muere como quiere Alberti. Las demás mueren oyendo.

La política es, o debe ser, una actividad colectiva, de participación, de coparticipación, de debate. El monólogo, en cambio, es el discurso de un solo hombre —de un solo hombre que con el tiempo suele convertirse en un hombre solo. De ahí que, aunque en este mundo ha habido demasiado monólogo en política, en esencia se nieguen recíprocamente política y monólogo.

Si el ciudadano nada más tiene derecho a oír (llega el momento en que el monólogo es tan prolongado que no se escucha, sino que sólo se oye), el país pierde ideas, criterios, sugestiones, algunos quizá brillantes, que se quedan atascados en la garganta del ciudadano. El ciudadano, así, llega a ver, en el más absoluto silencio, que las cosas van por un lado y el monólogo por otro. Recordemos a aquel ciudadano soviético que se presentó en un hospital de Moscú pidiendo que lo atendieran con urgencia, y al mismo tiempo, un oculista y un otorrinolaringólogo, porque estaba tan grave que no veía lo que oía.

Cuando un monólogo se constituye en poder político, aparece la autocracia. Y, ya se sabe, en la autocracia al ciudadano le está reservada la misión de conformarse con que en la repartición de órganos no alcanzara sino orejas. Por supuesto, tendrá que usar también las manos, porque el monólogo en el poder exige ser aplaudido. Se conoce que el único dilema admisible en una autocracia es el de escoger entre decir sí antes o decir sí después.

A simple vista parece que lo opuesto al monólogo es el diálogo. Sin embargo, hay diálogos que no son más que monólogos a varias voces, o con eco. Son monólogos corales. Porque ha de saberse que existe el monólogo polifónico. En éste, que admite también la denominación de monólogo grosso, un grupo de voces concertantes reproduce, punto por punto y coma por coma, lo que dice la voz prima, que impone el discurso —por lo general desconcertante.

En la variante de monólogo grosso, el conjunto de voces concertantes debe mostrar una agilidad felina para adaptarse de inmediato a los cambios que, de vez en cuando y siempre en defensa del monólogo, introduce la voz principal. Por este motivo, no se hallarán mejores ejemplos de armonización que los parlamentos de países con monólogo en el poder. Estos parlamentos son prodigiosos orfeones cuya tarea consiste en preservar la unidad del monólogo.


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