Madrid: Su última esperanza |
|
|
por YANET PéREZ MORENO |
|
Era martes. Llegó como a las cinco de la mañana a la puerta del consulado cubano en Madrid. En la verja no había ningún cartel con los horarios. Justo en ese instante, recordó a K en los laberintos de la fábrica donde trabajaba, en la ciudad de Praga.
No había opción, si quería coger un lugar en la fila y contar al menos con la posibilidad de que le atendieran ese mismo día, debía madrugar desafiando el frío, que en diciembre es especialmente insoportable a la intemperie. Ya estaban allí los primeros trasnochadores, quizá pensando que la jornada sería tan infructuosa como se lo habían pronosticado sus colegas y que —con mucha suerte— podrían resolver la mitad de las diligencias. Una pesadilla: había que volver porque estaba escrito en las leyes mismas de su fundación, en la génesis del sistema. Era el precio a pagar por no tener país —diría en alguna ocasión un conocido escritor—, el sino trágico que le acosaba por haber huido, por ser "desertor" o peor aún, por no ser considerado refugiado y vivir anclado a un pasado cada vez más nebuloso y distante.
De lo contrario, ya se sabe, el día que le tocara pedir la residencia, renovarla o realizar cualquier trámite migratorio, tenía que morir en el consulado sin remedio... frase que todos repetían como una seguidilla. El asilo político era algo impensable en tiempos tan convulsos, sólo lo obtenían los refugiados de Sierra Leona, de Afganistán o de Dios sabe dónde, y él, pobre mortal, llegado de la Isla de la Libertad, del Socialismo, de Fidel, no significaba nada. Formaba parte de la larga lista de apátridas esparcidos por el mundo.
Por fin abrieron la puerta y llegó la hora de recibir los tiques para recoger el turno. Los presentes sabían que allí no terminaba la historia: todavía quedaba el peor de los trechos... Pasadas dos horas, una voz se encargó de anunciar el número diez. Miró el papel, estrujado de tanto manosearlo, y se dirigió hacia la puerta de la oficina. De repente se preguntó si realmente el diez era su número, e intentó retroceder, pero nuevamente oyó la voz. Desde la puerta se podía ver, entre soñolienta y amodorrada, a la funcionaria encargada de decidir qué le sucedería. Luego de oír los chillidos de Esperanza, que así se llamaba (no sabía muy bien por qué), preguntó: "¿Y cuánto demora el pasaporte?". "Un tiempo", espetó ella. No comprendió aquella unidad temporal; había olvidado los códigos del pasado, de la Isla sin tiempo y rodeada de mar donde le tocó vivir 30 años, del país del nunca jamás. Caviló para sus adentros mientras refutaba amenazante: "¡Cómo que un tiempo!". "Sí, un tiempo, un tiempo...", le respondió impertérrita Esperanza, preparada para lanzar el próximo bandazo.
Recogió sus cosas, dio media vuelta y se marchó. Quizá no habría próxima vez, rumió, todo podía suceder, y veneró el posible milagro. El monstruo podría morir en cualquier momento, le tocaba por ley de la vida. Un profesor suyo decía que todo ser nace, crece, se desarrolla y muere: sólo quedaba esperar el rescate de la naturaleza. Era su última esperanza.
|