Jueves, 17 octubre 2002 Año III. Edición 474 IMAGENES PORTADA
Desde...
Roma: Portátiles

por ARIEL LEóN  
Gente

Fue casualmente, hace dos días, llamando desde una cabina telefónica situada en la avenida bastante transitada del centro de una de esas ciudades europeas. La persona no se encontraba en casa. Sentí del otro lado su voz registrada en la cinta antes de que pudiera comenzar a hablar. Cuando terminó la grabación, no me quedó otro remedio que mascullar un mensaje en su contestador.

Mientras lo hacía, a cincuenta pasos de mí un loco hablaba solo frente al café de la esquina, simulando tener delante a una o varias personas que supuestamente lo escuchaban con atención o lo interrumpían, según el caso. Estando al teléfono todavía, observé a los numerosos transeúntes intentando evitar siquiera el roce con el cuerpo del orate, haciendo gala de ese rechazo elocuente que los otros sienten ante el menor contacto con la demencia, bajando de la acera por un momento y volviendo sobre ella para continuar su itinerario de sanos peatones. A cincuenta pasos se encontraban conmigo, que excluyendo todos los argumentos que pudiera manejar a mi favor, de hecho me encontraba también hablando solo, lo cual no les inspiraba el menor rechazo. Es curioso como nos habituamos a ordenarlo todo con una ligereza enfermiza, encontrando argumentos que nos permitan, por ejemplo, rechazar a un hombre por motivos que a poca distancia se repiten provocándonos una reacción totalmente diferente. Pensé que estos locos, que a diario conversan solos por las calles, podrían evitarse la molestia de verse repudiados solamente descolgando un teléfono y llevándose el auricular al oído.

Fue repentino. Una agitación enorme me ocupó el cuerpo entero. Descubrí, con un asombro confuso que me erizó de temor, que YA LO HABÍAN HECHO. Que aquella masa de transeúntes que simulaba hablar a través del portátil, en los cafés, en los trenes, en los restaurantes, en las estaciones o en plena calle, no era más que una inmensa legión de dementes que había descubierto, mucho antes que yo —pobre ingenuo—, la fragilidad y la pobreza esencial de nuestros recursos. Descubrí bruscamente que no eran ellos los rechazados, sino nosotros. Eran ellos los que habían dimitido formando frente a nosotros un cuerpo de desertores que continuaba viviendo a nuestro lado. Ahora, únicamente ahora, puedo explicarme los ojos inquietantemente abiertos de esos seres que caminan con el portátil al oído. En plena calle estaba casi rodeado por esa caravana de idiotas que había hallado, en medio de su sinrazón cotidiana, las ventajas de nuestra estupidez.

Regresé a casa con una sensación de asfixia, conciente de que ellos formaban parte de una contundente mayoría, de que sólo lo disimulaban por comodidad o por no inquietarnos inútilmente, probablemente por lástima. Dos largos días me bastaron para asumir la sorpresa. Ahora no me engañan. He comprado un portátil en el centro y mientras grito abiertamente en esta esquina veo cruzar a los otros, que me miran evitándome con precaución; llevan en el rostro el desconcierto frecuente de los que pertenecen a una minoría. Es evidente que aún no se han percatado de nada.


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