Martes, 15 octubre 2002 Año III. Edición 472 IMAGENES PORTADA
Desde...
Roma: De la censura como una de las bellas artes

por ARIEL LEóN  
Correo

Según las últimas estadísticas, la mensajería e-mail ha crecido hasta el punto de convertirse en una de las principales formas de comunicación. En el momento actual, el cúmulo de mensajes electrónicos supera el número de sobres en los correos internacionales. No es raro escuchar hoy en día, en plena calle, a dos personas preguntándose una a la otra si han recibido su último e-mail y no su última llamada. La rapidez de este medio es mucho más práctica que la lentitud de las cartas de antaño, pero hay que dudar, en cambio, de que sea igual de efectiva. Existe una ligereza en los medios electrónicos que normalmente no se halla en el ritmo de la vida diaria.

Con las cartas es diferente. En un país como Cuba, por ejemplo, donde la gran mayoría de la población no tiene computadora, donde muchos no siempre gozan el privilegio de una conexión Internet, no se ha perdido todavía el gusto por ese antiguo ritual que incluye la cuidadosa caligrafía, el sobre debidamente sellado y el paseo hasta el correo más cercano. Si además contamos con un trabajo defectuoso del correo, que garantiza la demora, se suma entonces una ansiedad en el destinatario, con lo cual se termina por enriquecer lo que quizás no excedía una hoja con algunos saludos para todos. Y si se tiene la suerte de detectar que el Gobierno revisa nuestra correspondencia al extranjero porque nos cree sospechosos, en poco tiempo cruzamos de una dimensión a otra.

Ya no escribimos de la misma forma. Se añade a nuestra conciencia la responsabilidad de enfrentar lectores desconocidos que pesan minuciosamente nuestras palabras en misteriosas oficinas estatales. Después de la primera experiencia uno comienza a medir las frases, aparece una tendencia al símbolo, a la imagen, a una serie de recursos que antes ignorábamos. Primero nos parece raro el hecho, nos resistimos a creer en la existencia de un grupo de personas devengando un salario por leer nuestras cartas. Pero más tarde descubrimos, con orgullo, el extraño lujo de contar con lectores. No con lectores distraídos, apurados por terminar lo antes posible nuestras líneas por falta de tiempo, no: el miembro de la Seguridad del Estado es un lector prudente, concentrado, exigente; no existe crítico literario que supere la atención que despliega cuando se trata de revisar un texto. Luego de unas semanas, nos descubrimos trabajando de manera diferente. Así, terminado un simple mensaje, lo dejamos descansar durante varios días para volver a él con la distancia necesaria. Se conoce entonces la dura pero provechosa tarea de corregir incansablemente una frase. Se compra el diccionario de sinónimos y antónimos aunque sólo se utilice la primera mitad. Se empieza a rastrear palabras en el resultado final del texto. Nos vigilamos a nosotros mismos a través de posibles fallas en la escritura. Nos convertimos en un censor eficaz que evita las gratuidades (nos percatamos por primera vez, ay, de que lo gratuito puede convertirse en una trampa, pero lo pensamos en voz baja, muy baja, porque puede filtrarse en el texto de la carta escapando a la corrección final). El lento proceso nos va educando gradualmente y forma parte de un adiestramiento, una vez más, gratuito, aunque el Gobierno, sin embargo, se obstina en ocultarlo, ya sea por humildad o porque no considera dicho trabajo como una formación real. Casi siempre, al término de quince o veinte cartas, recibimos respuesta de nuestro segundo destinatario en el extranjero, comunicándonos su asombro ante la repentina oscuridad de las últimas misivas, que, además, llegan en sobres engomados por segunda vez. A esta altura ya nos sentimos seguros: empleamos nuestra técnica con una generosa destreza para explicarle con nuevos símbolos, giros y alegorías, las alegorías, giros y símbolos anteriores. Finalmente nos responde; en la anterior misiva sólo ha logrado descifrar su nombre y las despedidas. A cada nueva carta aumenta su temor a arriesgarse en el texto. Pero no importa, hemos logrado por fin burlar la censura. Después de varios meses ya no nos interesa escribir a nuestras amistades o familiares en el extranjero: terminamos escribiendo para el oficial. Es al oficial a quien dirigimos el sobre que entregamos en el correo (con la dirección falsa de nuestros amigos), al hombre que se levanta todas las mañanas y luego de un desayuno apurado corre a su misteriosa oficina esperando encontrar en su buró otro sobre abierto con nuestro nombre.

Cuando se sale de Cuba, primero debe conquistarse el abandono de la caligrafía. Más tarde, la apatía con que se asume la confección de una simple carta.


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