Martes, 15 octubre 2002 Año III. Edición 472 IMAGENES PORTADA
Desde...
La Habana: Fiesta tribal

por JORGE OLIVERA CASTILLO  
Familia

Hay que confirmar algo: La revolución enfatiza cada vez con mayor perseverancia su devoción a las costumbres de taínos y siboneyes, aquellas agrupaciones indígenas encontradas por el almirante Cristóbal Colón en el remoto 1492.

Una fecha para dar rienda suelta a las imitaciones ancestrales —por supuesto, con añadiduras propias de la época— es el 28 de septiembre, día en que el socialismo parió a los Comités de Defensa de la Revolución (CDR). Para mayor exactitud, el alumbramiento tuvo lugar en La Habana, en 1960, entre delirantes aplausos y coros antimperialistas.

Empinarse una taza de caldosa es parte de un rito en el que llevan la voz cantante ilustres traficantes de drogas, encopetadas jineteras, voluntariosos ladrones, chivatos por cuenta propia y toda una variada composición de personajes antagónicos unidos por la celebración (en la que unos pocos creen). La música obra como un tratado de paz junto a los sorbos de ron. Ello distingue una velada ejemplar en el ámbito de las tribus pasadas, presentes y futuras.

La recolección de leña comienza la semana anterior al jolgorio, y los más pequeños destacan. Una portentosa cabeza de cerdo con sus respectivos atributos —ojos, dientes, saliva y cerebro— es la encargada de imprimirle sabor a un caldo del que los participantes disfrutan con frenesí, jarro y cuchara en mano, como respetables salvajes.

Llega la noche y no hay cuadra que se resista. El contagioso ritmo invade la atmósfera. Se puede escuchar a Van Van y a Bamboleo, conjuntos de música bailable de sobrada popularidad dentro del país. Aunque desde las bocinas también brotan los compases de Willy Chirino, Gloria Stefan y Celia Cruz, suspendidos por decreto de la política cultural cubana —por no confraternizar con el comunismo— y ahora permitidos en estos sitios gracias a no se sabe qué licencias. Las tribus son así, controvertidas en sus leyes y enigmáticas en sus proyecciones.

El reloj se acerca a las 12 y las fronteras ideológicas se disuelven a velocidad crucero. El presidente del Comité se deleita con la cintura de Xiomara, que imita las aspas de un ventilador, todo gracias al montuno de una pieza de la Charanga Habanera: no importa que la joven figure en una lista de personas conflictivas con tres actas de advertencia por asediar a turistas.

Allá, en un rincón, a punto de caer, está "Pachanga", el marginal más emblemático de la zona, con un historial de graves delitos y varias sanciones carcelarias. La gente lo aclama, y con cierta razón: la festividad se la deben a él. Donó 200 pesos y el potente equipo de audio SONY, deferencia que lo eximió de discriminaciones.

Repentinamente, cesan los ruidos enloquecedores y viene la ceremonia que trata de solemnizar la efeméride. El himno nacional pasa inadvertido entre la ebriedad de la horda urbana, que sufre en silencio el paréntesis. Viene el comunicado elogioso a las autoridades y el Partido, seguido de vivas débiles, perfumados por el alcohol.

Se suceden apenas 10 minutos que parecen una eternidad para los concurrentes. Y pronto se reanuda la fugaz diversión, sujeta —como el propio sistema— al tribalismo y la doble moral por los siglos de los siglos... ¿Amén?


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