Viernes, 02 agosto 2002 Año III. Edición 423 IMAGENES PORTADA
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La Habana: Julio y su mujer

por LUIS CINO  
La Habana
La Habana. Viendo la vida pasar

Cuando Julio y su mujer, empapados por la lluvia y con sus únicos zapatos al borde de la extinción, regresaron de la marcha combatiente, cerca del mediodía, las goteras del techo se abatían sobre la casa.

Por suerte, a las tres de la madrugada, antes de partir hacia el punto de concentración para participar en la mayor marcha convocada por el Máximo Líder, previsoramente, habían rodado y tapado sus pocos y desvencijados muebles. Sobre todo el televisor chino, que por sus muchos méritos revolucionarios les fuera concedido en asamblea del CDR, tras una discusión que a punto estuvo de convertirse en riña tumultuaria.

Julio no podía fallar a esta convocatoria del Comandante, aunque su entusiasmo ya no es el mismo de los tiempos de las llagas en los pies ocasionadas por las botas rusas en la caminata miliciana de los 62 kilómetros. O en las zafras populares, de las cuales su columna vertebral, de nadador y bailador, nunca se recuperó.

Pero eso no lo puede saber nadie. Su razón de vivir ha sido la revolución, que le hizo sentirse protagonista de la historia, al lado no sólo de su país sino de todos los oprimidos de la tierra en su lucha contra el imperialismo, y aun cuando su vida es miserable y alberga cada vez menos esperanzas, se siente en un punto del que no hay retorno. Aunque a veces le tiemblan las piernas.

Trata de consolarse pensando que algo parecido le ocurre a su envejecida y desaliñada mujer, compañera suya desde los tiempos de la Asociación de Jóvenes Rebeldes. Ahora la escucha refunfuñar en la cocina, porque no tiene aceite, ni jabón de lavar. A ella lo ata una resignada hermandad, como la de los bueyes uncidos a un mismo yugo.

Ya casi no piensa en la que un día creyó el amor de su vida, Mirita Montes, y su sonrisa feliz en aquellas tardes de twits y coca-colas, al borde de la piscina. A todo ello renunció tras la oportuna recomendación de los compañeros del núcleo de su organización, de que no se reuniera con la bitonguita del barrio y sus amigos burgueses.

Lalita era más fea, menos femenina, pero revolucionaria a cabalidad. Con ella construyó una familia; edificación a la que ambos no pudieron dedicarle todo el tiempo que debían, demasiado ocupados en sus actividades políticas.

Ahora lamenta que a esa falta de tiempo —que la difunta vieja trató de compensar lo mejor que pudo— deba que sus hijos no hayan salido mejores. Ernesto, el mayor, está preso en el Combinado del Este por robar carne del frigorífico donde trabajaba. Las visitas mensuales son el peor bochorno a que la vida pudo condenar a Julio. Vilmita, su niña linda, se casó con un gallego que podía ser descansadamente su padre. Se largó a Madrid sin que lo supieran sus progenitores, sin despedirse siquiera. Nunca les ha escrito una línea.

Julio y su mujer flotan en medio de un gran desastre. Sienten que su fe oscila, pero siempre hay una nueva tarea convocada por el Comandante, que los saca del vacío, como ésta de firmar la modificación constitucional.

No saben qué es el Proyecto Varela. Les dicen que la iniciativa de las organizaciones de masas es en respuesta a George W. Bush. No saben tampoco qué dijo el presidente norteamericano, pero nada bueno puede venir de los yanquis. Nunca han leído la Constitución, que ahora es necesario momificar —o modificar—, pero no importa: el Máximo Líder llama a eternizar el socialismo en Cuba y ahí están, recogiendo firmas.

Han pasado el fin de semana entero sentados en el portal ruinoso, engalanado con la bandera nacional, con los estómagos estragados y los zapatos rotos, persuadiendo a los vecinos a que firmen, advirtiendo a los reacios que no se señalen inútilmente. Muy dentro se preguntan si lo que están haciendo intocable no será su miseria, el vacío de sus tripas, la hipocresía, el miedo.

A Julio y su mujer la vida se les ha ido demasiado rápido. Entre banderolas y consignas, y ya no pueden dar su brazo a torcer: sería renunciar a todo lo que han vivido o dejado de vivir. Así que siguen repitiendo "socialismo o muerte", que en Cuba son prácticamente sinónimos.


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