Miércoles, 31 julio 2002 Año III. Edición 421 IMAGENES PORTADA
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Miami: El 26 de Evita

por ALEJANDRO ARMENGOL Parte 1 / 2
26 de julio
26 de julio, Buenos Aires. Marcha en recuerdo de Evita

Hace treinta años, cuando era estudiante universitario en Cuba, recibí una invitación que consideré un enorme privilegio: asistir, con el jurado del Premio Casa de las Américas, a la proyección del documental La Hora de los hornos en una de las salas privadas del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC).

De las fatigosas cinco o seis horas de proyección —interrumpidas sólo por uno o dos recesos para tomar agua e ir al baño— guardé dos impresiones. Una de la pantalla. ¿Cómo era posible que aquella mujer enjoyada y vestida de pieles despertara tanto entusiasmo en el pueblo? La segunda de los espectadores. Los intelectuales latinoamericanos que formaban aquel público reducido y privilegiado no sólo expresaron en alta voz su apoyo o rechazo del peronismo durante las tres partes de la película, sino después, en un debate encendido con uno de sus realizadores, Octavio Getino —jurado también ese año del premio—, que había sido el de la idea de presentarla a los demás.

Pese a su enfoque ortodoxo, según los principios ideológicos cubanos sobre la situación latinoamericana y la lucha política en la zona, a comienzos de la década de los setenta La Hora de los hornos era una película prohibida en La Habana. La primera parte era posible verla en funciones restringidas a estudiantes universitarios, pero la segunda y la tercera no. Había dos explicaciones diferentes para dos censuras diferentes. En el caso de la primera, se justificaban las restricciones por las imágenes finales del cadáver del Che Guevara. Para la negativa a presentar la segunda y la tercera se esgrimía un argumento más fantasmagórico: el peronismo.

Con los años la censura fue levantada. La cinta completa se incluyó en varios programas de la Cinemateca de Cuba, con el consecuente fracaso de público: a pocos le interesaba en Cuba dispararse tantas horas de perorata política, cifras sobre el subdesarrollo latinoamericano y manifestaciones de los "descamisados" argentinos. Pero el fantasma del peronismo siguió recorriendo las conversaciones de quienes se interesaban por la realidad de la zona. "Es un tema muy polémico", me advirtió mi profesor de historia cuando le reproché que sólo le dedicara parte de una clase en un curso universitario de historia latinoamericana de cuatro semestres.

Por entonces se comentaba que la causa principal para evitar el análisis radicaba en el propio Che Guevara. En su rechazo al peronismo, al tiempo que para evitar la pregunta obligada de las razones por las cuales el "guerrillero heroico" siempre había postergado buscar la gloria en su país. Luego me di cuenta que la explicación se acercaba más a lo nacional que a lo extranjero; para Fidel Castro el peronismo representaba una de sus tantas pesadillas: la posibilidad de que el caudillo funde un movimiento que se le escape de las manos, donde los seguidores conserven el nombre pero desdeñen al líder y se formen alianzas que no pueda controlar. A diferencia de las vidas paralelas, las de Castro y Juan Domingo Perón sólo se asemejan en preferir la referencia militar al cargo civil. Una de tantas diferencias lleva un nombre cursi: Evita.

Los cubanos pudimos tener nuestra versión en Celia Sánchez; el poder tras el trono, alguien a quien acudir en busca de favores o con el fin de resolver una necesidad que se pierde entre el torbellino revolucionario y los grandes ideales, pero que es vital para los que no pueden aguardar hasta el triunfo de la utopía. Una figura para odiar o reverenciar, el medio de llegar al jefe; el instrumento que se sirve del poder implacable para darle un rostro benévolo, la posibilidad de alcanzar la alegría: alguien que reciba los reclamos, las súplicas, las peticiones simples y absurdas, una persona caprichosa y volátil, despiadada e injusta... un ser humano con la forma de un dios, que se convierta en mito y continúe cercano. Pudimos, pero no fue así. Castro siempre se mostró avaricioso en permitir que esas debilidades humanas llegaran a opacar su papel de dueño y señor de haciendas y almas, y aunque le permitió a Celia caprichos y privilegios —y en mucha menor medida a Haydée Santamaría, que más bien fue una mensajera útil—, nunca la dejó alcanzar la estatura de la pequeña Evita. En esto también radica su obstinación por ocultar a las mujeres de su entorno.

Una fecha, el 26 de julio, encierra dos polos opuestos: la muerte de Evita y el asalto al cuartel Moncada. la consolidación de un mito y el fin de una utopía, la esperanza transformada en añoranza y el desencanto convertido en una carga nacional. Una momia que recorre las calles de Buenos Aires dejando un rastro de velas y flores y una ciudad tropical momificada en sus ruinas como espejo de un fracaso.

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