Miércoles, 31 julio 2002 Año III. Edición 421 IMAGENES PORTADA
Desde...
La Habana: El milagro de las cuotas y los peces

por JORGE OLIVERA CASTILLO  
Jurel

Los vi de cerca, dentro de la bolsa de nylon, inermes y fríos. Tuve el valor de pasar mis dedos sobre su piel oscura, como el azabache, y noté los efectos de la extrema congelación.

Parecían gemelos, al menos por su longitud. Y eran enanos, o su vida había sido tronchada en un lapso anterior a la adultez.

La pena me absorbió al mirar por segunda vez el par de cuerpos acéfalos, en el interior de su envoltura. Eran un tributo a la humillación, una descarga en lo más profundo de mis sentimientos, aquellos que derivan del honor y la autoestima. Por primera vez en doce meses llevaba en mi poder dos cadáveres exquisitos extraídos del mar.

Las casualidades del destino me proporcionaban un evento singular. Antes de cumplir cuarenta y un años iba a comer jurel frito. Una hazaña aparentemente trivial, pero llena de recuerdos sublimes y grotescos.

Sin embargo, en esta ocasión la añeja tonada que inmortalizó el largometraje La bella del Alambra —"si me pides el pesca'o te lo doy"— no funcionó. El per cápita fue, como de costumbre, no muy excesivo: once onzas.

Las reacciones de la clientela capitalina abarcaron diversas posturas. Unos, al igual que yo, se debatieron entre el resentimiento derivado de la bochornosa entrega y la pertinente compra inscrita en el mal correspondido muestrario de necesidades vitales. Otros, alérgicos a los productos marinos y quienes optan por el martirio en un estado personal reñido con la locura, se quedaron rumiando sus odios con monólogos inaudibles o temerarios.

Gracias a la inmensidad oceánica, los habaneros lograban ingerir reducidas cuotas de calamar y, meses atrás, pescado en conserva importado de Chile: suministro suspendido por falta de pagos (algo nunca explicado por los "objetivos" periodistas oficiales). En cambio, para los correligionarios del interior del país, sólo ha habido el salitre de los mares adyacentes, y las remembranzas de las mercancías subacuáticas llegadas del defenestrado campo socialista.

Prescripciones médicas me imposibilitaban el consumo de raciones enlatadas, limitación que afecta a un indeterminado número de personas. De ahí mi reacción compartida de frustración y cierto sosiego, por la posibilidad de sentir el sabor del pescado fresco, tan siquiera en forma breve.

En el momento del "festín", del que apenas quedaron dos exiguos esqueletos, soñé con una próxima vez. Algo sujeto al enigma.

También pensé en los millones de compatriotas que en la Isla interior carecen de los "privilegios" de que disfrutamos los residentes en la capital. Y en otros problemas: ¿Cómo conseguir diez pesos para poder comprarle al carnicero —subrepticiamente— una libra de jurel?

Al final no tuve suerte. El susodicho me explicó que las últimas cuatro cajas las había comprado, a doscientos pesos cada una, un guajiro de Vertientes de paso por La Habana.


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