Miércoles, 19 junio 2002 Año III. Edición 391 IMAGENES PORTADA
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La Habana: La noche del toque de cajón

por GILBERTO CALDERóN ROMO Parte 1 / 3
Grabados
Toques del cajón caja y del cajón segundo

Estoy en La Habana y acabo de asistir a una fiesta santera. Un toque de cajón, un toque de muertos. Soy mexicano, no entiendo mucho de santería, de ahí mi perplejidad ante ritos de los que carezco de referentes específicos. Todo es extraño, mágico, subyugante. Llegué con una amiga que sí profesa estas creencias y por ello pude entrar en la reunión sin ser percibido como un extraño incómodo. Fue en un estrecho callejón del barrio del Cerro, a media cuadra del Estadio Latinoamericano.

Desde que nos acercamos a la casa ya se oía el tun-tun de las maderas y las voces un tanto destempladas. La vivienda consta de dos habitaciones de recibo y la cocina. En las primeras estaba un conjunto musical que batía claves, un pequeño metal, y sentados sobre tres cajones de madera los oficiantes los golpeaban rítmicamente por los costados. Otro llevaba la voz cantante y hacía ademanes enérgicos en un lenguaje que mezclaba voces castellanas con otras de origen africano. El ruido era fenomenal. Al entrar mi acompañante, la negra que bailaba se le echó encima, presa de una especie de ataque de epilepsia. Las dos formaron un solo organismo convulsivo que daba vueltas enloquecidas frente al conjunto musical. Mi amiga sostenía la embestida de la oficiante que daba muestras de haber perdido el control del cuerpo. Sobre su piel podían percibirse los espasmos y las vibraciones; se lanzó al suelo moviendo eléctricamente sus extremidades, arrastrándose mientras la música se hacía más trepidante e intensa. La levantaron y la condujeron trabajosamente a la cocina; allí se volvió a tirar de bruces y se postró ante una gaveta abierta. En el interior de ésta había un cazo con pequeños pedazos de leña y hierros: era "la prenda", una especie de altar dedicado a los muertos. El equivalente al hogar de los romanos.

Es que todos tenemos un muerto que nos guía en los senderos de la vida. La mujer estaba totalmente bocabajo y continuaba en el frenesí de sus movimientos y eso, me dijeron, era señal de que estaba orando.

En la sala los músicos seguían anunciando que "con el agua del río, con el agua del mar, con el agua de Yemayá, voy a derrotar el mal", para después proseguir con monosílabos parecidos a "yo vine al mundo para verlo todo" e invocaciones a Dios. Después de un rato levantaron a la penitente y un santero, ataviado de blanco, gritó: "¡Un padre nuestro, compañeros!" Acto seguido procedieron a intentar sacar del éxtasis a la poseída.

"Es que se le montó el muerto", me explicaron. Se levantó sudorosa y comenzó a volver en sí. La ayudaron sus amigas. Era la del muerto, el motivo de la reunión.

La música seguía y de repente un joven moreno de unos 20 años, sin previo aviso, se dirigió al centro del corro y, ejecutando brincos y evoluciones espasmódicas, también cayó en trance: se golpeaba sin cálculo contra los concurrentes que trataban de atajarlo. Se tiró al suelo y de su fuerte musculatura desnuda subían carnes trémulas como atacadas por descargas de energía. Gritaba como si estuviera en plena selva. Se arrastró y los movimientos eran más fuertes y precisos. Pidieron "el perfume" y lo frotaron, pero no recuperaba el conocimiento. Lo llevaron a la cocina y lo sentaron. Le aplicaron alcohol con una gladiola y ni así daba señas de volver. Una negra de vestido oscuro floreado —el dibujo se parece al de nuestros rebozos mexicanos— hacía prevalecer su voz profunda, como proveniente del centro de África, y daba instrucciones a la vez que se desplazaba con seguridad de mando. Hablaba en una versión acortada de portugués. Pensé que era brasileña, pero me aclararon que cubana, solamente que el que hablaba por su voz era el muerto que se le había montado. Requería traductora para hacerse entender por la concurrencia y en este menester la auxiliaba una señora mayor, versada en el culto. La negra intentó aliviar al primer joven sin conseguirlo totalmente.

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