| Ottawa: En fin, el mar |
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| por ANA JULIA FAYA |
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En medio de una campaña contra la llamada Iniciativa para una nueva Cuba, lanzada por el presidente norteamericano George W. Bush, Fidel Castro ha respondido al Proyecto Varela indirectamente, lanzando una enmienda a la Constitución de la Isla donde se proclama que el régimen es "intocable". El Proyecto, con sus aciertos o debilidades, los organizadores del mismo o los más de 11.000 compatriotas que lo firmaron con la esperanza de lograr cambios en el país, le merecen al gobernante cubano menos respeto que el "enemigo", como acostumbra a llamar al Gobierno de Estados Unidos la retórica oficial.
Castro ha dedicado tres discursos completos, desde las Tribunas Abiertas en diversos puntos del país, a lo dicho por Bush en Miami y Washington en ocasión de las conmemoraciones por el centenario de la proclamación de la República de Cuba, aun cuando los cubanos de la Isla no conocen la letra de la iniciativa. Por lo demás, las "organizaciones de masas" se reunieron para aprobar la propuesta de enmienda a la Constitución que la Asamblea Nacional deberá ratificar en breve, y el país fue paralizado por marchas "combatientes", con lo cual —dice el régimen— millones de cubanos han dado plena respuesta al pedido de Washington.
Lo importante de esto, y lo muy triste a la vez, es la escaramuza de la enmienda constitucional y del "plebiscito" mediante movilizaciones y firmas en respuesta a proyectos —de Washington y de La Habana— que el ciudadano de a pie no conoce, con lo cual, además, el Gobierno muestra su total irresponsabilidad ante la nación y se cierra a emprender cualquier reforma que pudiere ayudar, al menos, a paliar una debacle económica que está cayendo de a plomo encima de los cubanos.
A los desastres ocasionados por el huracán Michelle, la caída del turismo, la baja en las remesas familiares hacia la Isla, los altos precios de los productos que el ciudadano necesita, la suspensión del suministro de petróleo desde Venezuela y la eliminación de créditos por parte de varios países occidentales por falta de pago, se añade la salida de Cuba del mercado mundial del azúcar con el consecuente cierre de centrales y la afectación a cerca de 400.000 trabajadores del sector. Las implicaciones sociales y psicológicas de estas medidas sobre los obreros de la centenaria industria azucarera —y sobre la población en general— están por evaluarse, pero son fáciles de imaginar: cualquier cubano siente las cañas, el azúcar, los centrales, las molidas, como algo propio. Ya no hay orgullo en esto.
Años atrás, con el derrumbe del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, al menos se intentó dinamizar el sistema con la apertura de mercados libres campesinos, la labor de los cuentapropistas, las gestiones de numerosas organizaciones no gubernamentales que fueron admitidas como legales en Cuba y otras acciones más que en su momento desempeñaron un papel dinamizador de la sociedad civil, que dejaron huellas sutiles, pero huellas al fin, que perduran hasta hoy. Al parecer, éste no será el camino a seguir por Castro; las medidas restrictivas adoptadas contra los mencionados sectores desde 1996 fueron cerrando también estas pequeñas ventanas, que al menos aireaban la vida nacional.
El "plebiscito" de las movilizaciones, las firmas y la enmienda constitucional augura un cierre político aún mayor en la vida interna del país. No hay mucha esperanza de alivio. Luego de tanto daño, a muchos cubanos en la Isla les va quedando poco de lo que sentirse orgullosos, como no sea del sol, las palmas y el mar, una vez más "abierto y democrático". En fin, el mar.
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