| Roma: Volver, volver |
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| por ARIEL LEóN |
Parte 2 / 2 |
En esta ciudad el espacio y el tiempo han sufrido transformaciones que no soñaron los más arduos filósofos germanos (el espacio se mide según la mercancía que pueda albergar, mientras el tiempo, siempre en estrecho lazo con aquél, se mide por el plazo que ocupa comprar esa misma mercancía. Antes y después de comprar, no existen ni éste ni aquél). Los habitantes de Roma saben que el hombre está condenado a la monotonía, al viejo eterno retorno, sea en el campo de la creación intelectual o en otros, y para demostrarlo derrochan su pereza en reiterar el esplendor de su pasado, recuperado esta vez en volutas plásticas, capiteles de cartón, fachadas de yeso en miniatura, todo puntualmente bendecido por la pintoresca tramoya celestial del Vaticano, que desde hace tiempo constituye una franca competencia en este campo. Han intuido antes que otros que al final de la historia nos encontraremos con una especie de Gran Mediocridad y han decidido asumirla antes que llegue; es por ello que han convertido la ciudad entera en una pasarela de modas atravesada por el Tevere.
Puede parecer que los habitantes de Roma tienen dificultad para entender un objeto si no lo compran. Han establecido una serie de equivalencias entre la vida diaria y el consumo notablemente original, que los conduce a comprar todo lo que les rodea. Cuando un habitante de Roma tiene dolor de cabeza compra un jeans, si lo ataca en medio de la calle un fuerte dolor de estómago compra un par de zapatos de preferencia con punta de cuero de serpiente, si lo abandona su pareja lo resuelve con unas gafas de sol, y si el problema es emocionalmente grave puede llegar a estrenar un automóvil. Los romanos rechazan la comunicación en vivo porque lógicamente les impide justificar el alto precio que han pagado por el portátil de la última semana, aunque conocen la esterilidad del lenguaje y no se proponen decir nada "inteligente" ni por teléfono ni de cualquier otra forma (encarrilan sus pretensiones a través de la imagen). Existe siempre una minoría crítica ante estas actitudes, pero la gran mayoría la entiende y se muestra condescendiente con ella, quizás porque entablar una discusión le restaría tiempo de consumo.
En Roma la persona compra, luego existe. Los ciudadanos de ambos sexos son bellos hasta la náusea y pueden parecer vacíos. Permanecen orgullosamente tendidos en la hamaca de su historia, aparentemente deformados por la curiosidad turística y arqueológica. El impacto de la moda italiana en el mundo y las caravanas de minúsculas japonesitas boquiabiertas en la cafetería ante la estatura normal del camarero coronado de gel, contribuyen a cerrar lo que pudiera confundirse con un itinerario narsiciclo. La ciudad se divide en cuatro grandes comunidades: Motociclistas, Modistas, Televidentes e Intelectuales (éstos últimos se dividen a su vez en Motociclistas, Modistas y Televidentes). Es este carácter encendidamente moderno lo que permanece apagado para los turistas apurados que se aventuran fuera del centro histórico y no entienden a menudo el concepto del tiempo que rige a la persona que los atiende en cualquier establecimiento, haciéndolos esperar varios minutos mientras sostiene una conversación telefónica con un amigo; cuando esto se repite, cometen el error de creer que se trata de una realidad que se reitera, pero ello no se puede descubrir en veinte días: se necesita regresar otra vez para entender que no se trata de monotonía; se precisa volver, volver, volver, volver, volver, volver.
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