Madrid: Jesús Díaz o la Cuba punzante |
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por ARMANDO AñEL |
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Poco antes de su fallecimiento —apenas diez o doce horas—, Jesús Díaz había disertado sobre la muerte y la conveniencia de enfrentarla sin aspavientos, sin suspicacia, con una suerte de rutinaria bonanza a la que la resignación agregaría, en este orden de cosas, cierta dosis de autoridad. Fue a propósito del deceso en Madrid del arquitecto cubano Francisco Bedoya, al que un infarto sorprendiera en plena vía pública. Jesús nos lo aseguró a los más jóvenes, al umbral de la oficina donde tiene lugar Encuentro en la Red: a la muerte hay que acostumbrarse. El hecho de que expirara impertérrita, tranquilamente, con la sobriedad o la indiferencia de quien concilia el sueño, significa una de dos: o no supo que se moría (como quisiéramos todos), o supo capitanear su propia muerte. Mal menor dentro del mal mayor con que asombró a todo el mundo.
Está de más decir que su obra y personalidad marcan una etapa particularmente azarosa de la cultura y la historia cubanas. No en balde sus enemigos (la trascendencia de algunos hombres suele ser inversamente proporcional a la decencia de sus adversarios) le atacaron desde los flancos más inverosímiles, conscientes de que el ejemplo y el legado de Jesús les serrucharía —ya les serrucha— el piso. No sólo envidiaron su coraje, su capacidad o su currículum, sino, tal vez sobre todo, su autenticidad. Jesús era de los de abajo, de los que pueden reír con estruendo y empujar la comida con el pulgar apurado; no encajaba la ceremonia y/o el servilismo de cierta intelectualidad floja de piernas, incapaz de pensar —de ser— la nación antes de degustarse a sí misma.
Injusta donde las haya, la desaparición física del autor de Las palabras perdidas evoca, con la perseverancia de lo punzante, la imagen inflamada de un hombre al que Cuba le dolía recónditamente, de la palabra hacia dentro. Un hombre obsesionado con la suerte del país, con el destino de la nación; en él la Isla navegaba en círculos concéntricos, herida y majestuosa. Sabía del lastre que amenazaba hundirla; supo que apenas le queda tiempo para mantenerse a flote. Entendió que, de sobrevenir, su muerte —la de la nación— no sería demasiado apacible... al menos no como la suya propia.
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