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Desde Estocolmo
ERNESTO FUMERO, Estocolmo  

Son las ocho de la mañana, todavía falta como media hora para que salga el sol. Es un día de enero del 2001 y salgo de mi casa, en un suburbio de Estocolmo, para mi trabajo, en el centro de la ciudad. No hay nieve afuera pero el rocío está hecho escarcha pues la temperatura anda por los tres grados bajo cero.

Durante la media hora de mi viaje en metro pasaré por bosquecitos y suburbios, por puentes y lagos. La gente se sienta silenciosamente a mi alrededor, resguardados tras los periódicos o en la música de sus audífonos. El silencio se interrumpe por algún niño o el sonido de los teléfonos celulares. Aplatanado como ya estoy, acostumbro también a leer el diario durante el viaje. Quizás con la diferencia de que subo la vista más frecuentemente para admirar alguna de las muchas bellezas rubias que entran o salen del vagón.

Pero hoy no me pongo a leer. Hoy me pongo a pensar que ya hace más de seis años que la mayoría de los cubanos que estamos en Suecia llegamos a este país. El creciente flujo de la primera mitad de los noventa se interrumpió en enero del 95 cuando los suecos impusieron la visa. En los primeros años de la década pasada los cubanos venían aquí en unas pocas decenas por año. Poco a poco la noticia de que los cubanos no necesitábamos visa para venir a este país se fue extendiendo y ya en 1993 el número de solicitantes de asilo ascendía a 215. En 1994 fuimos 1150.

Yo llegué a mediados de ese último año. Por aquella época las autoridades suecas llevaban meses sin dar respuesta a las solicitudes de residencia de cubanos. Recuerdo mis primeras semanas en un campamento de refugiados. El lugar estaba lleno de gente de todo el mundo. Había muchos bosnios, huyendo de la guerra, y había muchos cubanos. Había de todo: profesionales graduados de Rusia y venidos desde allá, delincuentones de Cayo Hueso que le habían jineteado una carta de invitación a una sueca, guajiritos de Baracoa con historiales de balseros, homosexuales habaneros que habían salido del armario al poner pie en tierras nórdicas.

Pronto empezaron las decisiones de las autoridades. Unos pocos recibimos residencia, pero la mayoría, el 90 % de los llegados en el '94, recibieron una negativa. Así empezaron años tristes de desilusión e incertidumbre. Empezaron las apelaciones, las deportaciones a Cuba, las protestas, el pánico, la gente escondida de la policía o tratando de irse a otro país por vías más o menos legales, a España, Estados Unidos, Suiza, Chile, adonde fuera.

Actualmente yo creo que los que llegaron en esa época han resuelto de una forma u otra su situación. Aunque a decir verdad yo no estoy en contacto con muchos cubanos. La rutina lo va envolviendo a uno en otra cosa. Cuando más me encuentro con compatriotas es al salir a un lugar donde se baile salsa, ese ritmo que yo casi odiaba en mis rockeros años de adolescente y que aquí disfruto tanto y he aprendido a bailar. Los cubanos que conozco se han ido también adaptando a la vida sueca. Este, trabaja de profesor de español, este otro hace un doctorado en la universidad, aquel de más allá es programador en una empresa de juegos electrónicos, unos cuantos trabajan para el gigante telefónico Ericsson.

Así, poco a poco nos vamos habituando a este país, con otro clima, otra gente, otra vida, otras tradiciones, otras costumbres. Aunque a algunas cosas cuesta más trabajo acostumbrarse que a otras. Cuando regreso a la casa, a las seis de la tarde, está nevando. El sol se ha puesto desde hace tres horas.


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