Lunes, 22 julio 2002 Año III. Edición 414 IMAGENES PORTADA
Los libros
El siglo de las luces

por C. E. D., Miami Parte 1 / 2
Alejo

La lectura de la novela de Carpentier fue, para la poeta y profesora Lourdes Gil, una experiencia que la subyugó totalmente y una influencia duradera y profunda en su sensibilidad.

Trascender los horizontes insulares

Había leído mucho a Alejo Carpentier en mis años de estudiante: La ciudad de las columnas, Viaje a la semilla, las Crónicas, en fin. El reino de este mundo fue lo primero que leí de él y su prólogo, como imagino nos sucedió a todos, me introdujo a lo "real maravilloso". Era un término que, como sabemos, provenía de las artes plásticas y fue utilizado por el crítico alemán Franz Roh en 1925 por primera vez. Carpentier lo traslada a nuestro continente y, confiriéndole un nuevo sentido, lo convierte en una especie de "manifiesto literario". Lamentablemente, esa noción original carpentereana se ha ido degradando con el transcurso del tiempo y el público de hoy la entiende como las levitaciones grotescas del llamado "realismo mágico".

Pero también aquel prólogo significó para mí una nueva reflexión sobre el barroco americano. Por afinidad estética y hasta por sincronía ontológica, mis códigos del neobarroco cubano estaban contenidos en textos publicados mucho después que El reino de este mundo, pero que yo había leído con anterioridad: Lo cubano en la poesía de Vitier, La expresión americana de Lezama, Los años de Orígenes de García Vega y Barroco de Sarduy. El prólogo de Carpentier, aunque escrito en 1949, me parecía más certero, más vigente.

Hablo de una época en que el barroco americano era una corriente estética —o si se prefiere, una forma de entender el mundo—, sobre la que se escribía y se discutía en todas partes. Se iba aplacando el furor que había suscitado la aparición de Paradiso, nota discordante en la narrativa entre mítica y realista del boom. Supongo que hoy el neobarroco cubano ha pasado a ser pieza de museo. No lo sé. Lo deduzco al repasar la narrativa cubana actual, que parece muy del gusto de los lectores y que corresponde a la visión escatológica y descarnada de una posguerra, fría como un bisturí y eróticamente reduccionista de "la condición humana". Aquélla fue además una época de gran efervescencia en los medios académicos norteamericanos —por inimaginable que hoy parezca—, debido a la guerra de Vietnam y al boom. El estímulo intelectual de entonces era avasallador y sin duda me hizo más receptiva a la literatura. Andábamos a la caza de los libros que aparecían en las librerías continuamente y que para nosotros eran textos vivientes, ya que estudiábamos rodeados por los autores: Vargas Llosa enseñaba en la Universidad de Columbia en las tardes y de allí corríamos a las clases de Juan Goytisolo en New York University. Manuel Puig escribía Pubis angelical, vivía a una cuadra de NYU y se reunía con nosotros en un café del Village a leer sus últimos capítulos. También tuvieron cátedras de un año Carlos Fuentes y Nicanor Parra, mientras que Jorge Luis Borges y Octavio Paz dictaron conferencias inolvidables en su paso por Nueva York.

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