Viernes, 19 julio 2002 Año III. Edición 413 IMAGENES PORTADA
Los libros
Memorias de una isla

por C. E. D., Miami Parte 1 / 2
Portada

El crítico Ernesto Hernández Busto cuenta cómo, a diferencia de sus mejores lectores, descubrió la obra de Casey no a través de sus cuentos, sino de sus ensayos breves.

Una isla de memoria

Si empezamos a leer de atrás hacia adelante, es decir, desde el colofón, nos enteramos de que este libro costaba un peso con veinte centavos, y que sus tres mil ejemplares se terminaron de imprimir en octubre de 1964, Año de la Economía (ese mismo mes, Olga Guillot cantaba en el Carnegie Hall, el Che le aseguraba a Moreno Fraginals que El Ingenio sería un clásico y los soviéticos inauguraban la base de Lourdes). El volumen, de poco más de cien páginas, está presillado y tiene en la portada un dibujo de Chago, a quien Casey debe haber conocido en la redacción de Lunes de Revolución. En general, el diseño es lo bastante hermoso como para llamar la atención (tratándose, además, de un libro editado después de 1959): tipografía Bodoni, caja estrecha y paginación con palabras.

A diferencia de sus mejores lectores, yo descubrí a Calvert Casey por sus ensayos, por este cuadernillo de Ediciones R, que creía perdido y recuperé, años después, gracias a la generosidad del escritor mexicano José de la Colina (por cierto, De la Colina vivió en Cuba y conoció a Casey en los sesenta. Uno de sus artículos detalla ese encuentro en una matiné dominical de la Cinemateca, "saliendo de ver no recuerdo qué película irrecordable, es decir una película checa". A pesar de que Calvert era tartamudo, De la Colina lo convierte en un tartajoso locuaz: el cubano le habla de su estadía en México, pregunta si Rulfo ha escrito un tercer libro, comenta sus afinidades con Francisco Tario y se atreve a exponer las virtudes dionisíacas de los bembés, vigilado de cerca por Emilio, un mulato amable y silencioso, que ejercía, entre otras cosas, como su gurú particular).

Anécdotas aparte, hay algo excéntrico en este libro que se ocupa de la necrofilia martiana, de D. H. Lawrence y la pornografía, de Kafka, Ramón Meza, Henry Miller y Miguel del Carrión. No recuerdo muchos títulos nuestros que junten temas propios y ajenos con tanta fluidez y tan pocas pretensiones. Los artículos dedicados a escritores cubanos y, sobre todo, el ensayo Hacia una comprensión total del XIX, bastarían para colocar al autor entre nuestros mejores críticos literarios, lo más parecido que tenemos a un Cyril Connolly. Pero mi sección preferida es la tercera, que el prólogo subtitula Lugares. La forman un par de textos sobre paisajes electivos: Casey había nacido en Baltimore, de padre norteamericano y madre cubana, pero su infancia transcurrió, como decimos, "en el interior". Desde entonces, la Isla tuvo para él la benevolencia de lo materno: era el mundo idílico de sus primeros juegos, una naturaleza capaz de amigar opuestos. Luego de rondar por Ginebra, París, Nueva York, México y Haití (periplo que lo hizo ver la tradición cubana con otros ojos), Casey regresó a Cuba en 1959. Por circunstancias conocidas, el paraíso le duró un año; los dos "lugares" que recogen esa felicidad están fechados en 1960.

El primero, que da título al libro, hila cuatro viñetas sobre Isla de Pinos, escenario de su adolescencia: "un lugar vago, sin límites, de cabalgatas interminables y generosa lluvia". La "isla" de Casey es un paraíso anterior a la quema, la suma de sus elementos resuelta en selva todopoderosa. Ese bosque doblemente insular se abre en un extraño claro, donde aparece una casa de bejuco y madera, con muebles de mimbre pintados de blanco. La casa, sabremos luego, fue perdonada por el huracán del 26 y en ella vive todavía una anciana centenaria, que le pregunta a sus visitantes si ya cayó Machado. Su único acompañante vivo en medio de esa selva intemporal es Tim, un majá de ojos airados, ahora mascota inofensiva: sierpe de este paraíso recobrado que fue alguna vez la Isla del Tesoro. En la última escena diluvia. De noche, la selva susurra un cántico lácteo. El escritor cree oír esa voz "en lo más profundo de la poceta radiactiva, por entre las piedras del tibio manadero desde donde era posible atisbar el centro de la tierra, que algunos creen ígneo y yo supongo femenino y húmedo".

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