Jueves, 30 mayo 2002 Año III. Edición 377 IMAGENES PORTADA
Los libros
La vieja Rosa

por CARLOS ESPINOSA DOMíNGUEZ, Miami Parte 1 / 2
Portada

Mi primer contacto con la obra de Reinaldo Arenas fue, como la mayoría de los lectores cubanos, a través de Celestino antes del alba, el único libro suyo que vio la luz en la Isla.

Pasaron después varios años, yo me fui a vivir a La Habana y allí tuve las primeras referencias sobre su autor. Me enteré así que éramos vecinos: él vivía en el antiguo Hotel Monserrate y yo en un albergue de la Empresa de Navegación Mambisa, frente al Parque Central. O sea, estábamos uno del otro a unas tres o cuatro cuadras. En los cinco años que fuimos vecinos, debí haberme cruzado con Arenas alguna vez. A mí, por supuesto, nunca me pasó por la mente la idea de tratar de conocerlo, pues para entonces era un escritor marginado cuyo nombre no se podía ni pronunciar. No me imaginaba, sin embargo, que la siguiente obra suya la leería en circunstancias bastante insólitas.

Tenía entonces un buen amigo al que visitaba a menudo y con el que sostenía unas animadas charlas que solían extenderse por varias horas. Se había licenciado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de La Habana, pero luego se especializó en artes escénicas, sobre todo en escribir guiones para espectáculos. Una tarde surgió en nuestra conversación, no recuerdo por qué, el nombre de Reinaldo Arenas. Debo haber comentado lo mucho que me hubiera gustado leer alguno de sus libros y, para mi sorpresa, este amigo mío sacó una copia, hecha con esos objetos hoy prehistóricos que son la máquina de escribir y el papel carbón, de Con los ojos cerrados. ¿Era acaso una de las copias que Arenas había presentado al Premio Casa de las Américas de 1968, que ganó Norberto Fuentes con Condenados de Condado? Aún hoy me sigue intrigando cómo llegó a sus manos aquel manuscrito, pero, por supuesto, no me atreví a preguntárselo. No tenía que devolvérselo, me aclaró mi amigo; si me interesaba podía quedarme con él. En ese momento no entendí que alguien se pudiera desprender con tanta facilidad de algo tan valioso. Mas después comprendí que en el ambiente asfixiante y represivo de los setenta, poseer la copia de un libro de Arenas era enormemente comprometedor.

La lectura de los ocho textos recogidos en el libro significó para mí un verdadero deslumbramiento, no sólo por la calidad de una prosa recorrida por un poderoso impulso poético, sino además por las maravillosas historias que en los mismos se narraba. Estaban asimismo esa fascinación por lo maravilloso y ese permanente intercambio entre la realidad y la ficción, presentes ya en Celestino antes del alba, que Arenas desarrollaría en sus obras posteriores. En el libro había varios cuentos que eran auténticas joyas: El reino de Alipio, Bestial entre las flores, El hijo y la madre, A la sombra de la mata de almendras, Los heridos... Leer aquellas páginas de un autor en estado de gracia fue una experiencia impagable, al tiempo que un antídoto salvador contra la narrativa pedestre y gris que se escribía en la Isla por esos años. Pero semanas más tarde reduje a cenizas aquel manuscrito, pues en caso de que lo encontraran en la taquilla del albergue donde seguía viviendo, difícilmente podría explicar su posesión con argumentos convincentes. Pocos años después, una amiga alemana que pasó por La Habana debía ir por unos días a Puerto Rico, y antes de partir me preguntó qué libros deseaba yo que me trajese de regalo. Le anoté tres o cuatro títulos, que me trajo a la vuelta. Uno de ellos era Termina el desfile, reedición de Con los ojos cerrados que incorporaba el cuento nuevo que da título al volumen.

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