Miércoles, 22 mayo 2002 Año III. Edición 371 IMAGENES PORTADA
Los libros
Epistolario

por C. E. D., Miami  
Portada

La poeta, periodista y editora Belkis Cuza Malé se refiere a su especial relación con las maravillosas cartas de Juana Borrero, escritas, según ella, con la desesperación de la adolescente que ha hecho de la muerte su retiro espiritual.

Un extraordinario testimonio de amor

A finales de los sesenta cayeron en mis manos los dos tomos del Epistolario de Juana Borrero. Fascinada por su lectura, mi vida dio un vuelco en tanto que descubría de pronto una Cuba, un siglo, unos personajes y, sobre todo, una muchacha, únicos, a los que yo, como por arte de magia, podía volver a revivir con sólo abrir aquellos dos volúmenes.

Recuerdo que fue Orlando Alomá quien me dio la noticia de que Mercita Borrero, la hermana menor de Juana y única sobreviviente directa de la familia, vivía en la calle San Francisco, muy cerca de Infanta. Y hasta allá me llegué una tarde, guiada por el fervor de esas cartas y por el contraste de vidas y hechos que resultaban difíciles de imaginar en un país gobernado por el sol y la vegetación. Como Julián del Casal, quien durante su viaje en tren a Puentes Grandes imaginaba chozas humeantes en medio de una vegetación que podía recordarle al Rhin, pero nunca al río Almendares, yo intentaba reconstruir la vida de Juana a partir de lo imposible: sus propias palabras, su delirio, su muerte.

Tener frente a mí a alguien que no sólo había conocido a mi heroína sino que era su hermana menor, fue un enorme privilegio, sobre todo porque Mercita se convirtió en mi amiga, a pesar de la enorme diferencia de edad. Pero fue más que eso, pues de ella partió la idea de bautizar a mi hijo Ernesto, aunque la enfermedad y un súbito viaje a Estados Unidos se lo impidieron.

Entrar allí y desear escribir la biografía de Juana Borrero fueron actos simultáneos, a los que parecieron no bastar aquellos seis años de investigación que me llevaron a cada rincón de esa vida, a cada huella. Como si armando aquel rompecabezas que se llamaba Juana Borrero diera también yo forma a Belkis. Porque hubo tiempos en que me creí hasta la reencarnación de la niña-musa, e hice que mi amigo Joseíto López del Río, apasionado teósofo y ducho en la materia de las vidas pasadas, rastreara hasta encontrar el punto de referencia en que Juana y yo nos convertíamos en una sola persona. Pero Joseíto me desengañó: yo no era la reencarnación de Juana.

¿Qué me hacía pensar semejante locura? Pues en parte aquel aluvión de detalles que yo incorporaba como míos, y todo su mundo de muchacha melancólica en exceso, enmarcada dramáticamente en el romanticismo finisecular de una Isla que batallaba entonces por liberarse de las garras de la Metrópoli.

A través de sus cartas descubrí y amé también, como ella, al poeta Carlos Pío Uhrbach, discípulo de Julián del Casal, uno de aquellos asiduos a la Acera del Louvre que cerraría el marco de su vida desapareciendo en algún lugar remoto de Cuba, tras incorporarse a la guerra. Para entonces ya Juana había muerto, y el poeta matancero sólo atinaría a visitar su tumba en Cayo Hueso, cuando una misión que le encomendó el general Antonio Maceo lo trajo a Estados Unidos.

La lectura del Epistolario no sólo me sirvió para investigar las vidas de Juana y Carlos Pío, y escribir El clavel y la rosa —biografía novelada de la poeta y pintora publicada en 1984 por el Instituto de Cooperación Iberoamericana de España—, sino para crecer yo como ser humano mientras oía embobada las enseñanzas de Mercita, también teósofa, mujer de extraordinaria cultura, que había tenido el privilegio de conocer al poeta Rubén Darío e inspirarle un poema, que en más de una ocasión me recitó con el dramatismo propio de una diva, como si todavía estuviera posando para el poeta nicaragüense.

Mucho de la atmósfera del Epistolario flotaba aún en la abigarrada casa de Mercita: cuadros, libros, muebles, pero sobre todo ella, la Juanita de las cartas, parecía compartir el aire enrarecido del lugar y vivir entre aquellas paredes que albergaban entonces, sin duda, el museo privado de una de las familias más notables de la Cuba del siglo XIX.

Leyendo aquellas cartas maravillosas escritas con luz de luna, con sangre, con la desesperación de la adolescente que ha hecho de la muerte su retiro espiritual —erótica, necrofílica a ratos—, con la incoherencia del ser único en el que literatura y realidad se confundían, conocí el secreto verdadero de esa cubanía que la cotidianidad revolucionaria del presente, áspera y grotesca la mayoría del tiempo, me negaba. Una Cuba ennoblecida ahora por la memoria, pero también por la mano prodigiosa de Juana Borrero, cuyo genio nos legó un extraordinario testimonio de amor.


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