En la Calzada de Jesús del Monte |
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por C. E. D., Miami |
Parte 1 / 2 |
Ensayista, investigador y uno de nuestros críticos de poesía más serios y agudos, Enrique Sainz habla de su especial devoción por el que considera uno de los poemarios absolutamente memorables de la literatura cubana.
Un libro inolvidable
Hace muchos años, allá por la década de 1960, me acerqué a Eliseo Diego en su departamento de la Biblioteca Nacional José Martí para hablar con él sobre algunos temas que me apasionaban y que con nadie más podía yo conversar con igual provecho. Fue por entonces cuando leí por primera vez ese libro extraordinario que es En la Calzada de Jesús del Monte (1949), uno de los poemarios absolutamente memorables de la poesía cubana de cualquier época y hasta diría que del idioma, al menos para mí. He vuelto a sus páginas en innumerables ocasiones, experiencia siempre de una plenitud que muy pocos libros de poesía de nuestra lengua logran comunicarme con tal intensidad.
Acaso la más perdurable cualidad de estos textos esté en esa deliciosa manera, tan suya, de entregarnos los recuerdos y las vivencias del paisaje, de la intimidad y de la vida familiar. Cuando leemos En la Calzada de Jesús del Monte, la realidad aludida se nos aparece luminosa y sombría a un tiempo, grave y perdurable en la densidad de su ser más profundo, defendiéndonos del paso del tiempo y de las premoniciones de la muerte que día a día nos acechan y que, en la literatura cubana, Diego ha visto como nadie. Las cosas se nos revelan ahí poblando nuestro mundo y dándole un sentido inmanente que porta en sí una incuestionable carga simbólica, por la que a su vez trascienden y se convierten en memoria perdurable. Han adquirido una fijeza que nos redime de la disolución y de la nada a la que Diego alude constantemente, siempre actuante en su poética, ya sea como destino, ya como sustancia devoradora de la vida.
Hay un inolvidable sosiego en este libro, una lenta manera de decirnos los esplendores y las glorias de lo que vemos u oímos, de lo que gustamos con todos nuestros sentidos. Ese modo nos comunica una secreta alegría por la vida, una gustosa serenidad que ha sido una de las primeras experiencias del poeta, junto a la experiencia de la angustia, tan determinante en él desde siempre. Ha querido edificar, desde la memoria afectiva de la que se nutre su poesía, el sitio de la sobrevida, el paraíso de la infancia, de cuya pérdida nunca podrá reponerse definitivamente. Podemos pasarnos largas horas leyendo sin cesar un poema tras otro y veremos entonces cómo va surgiendo la realidad con toda la fuerza tremenda de su consistencia; sentiremos que las grandes y pequeñas cosas que vemos u oímos, que gustamos o simplemente recordamos, poseen todas la misma significación, similar capacidad de integrar la existencia como una indestructible suma de enormes y pequeñas entidades entre las que nos movemos y somos. Las costumbres, las cosas, los cuerpos iluminados o en penumbras y tinieblas y el pasado y el presente que se nutre de memorias y de tradiciones familiares, todo ello se torna una manera de vivir, una manera de estar en el mundo protegido de la intemperie desoladora del No-Ser.
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