Lunes, 15 abril 2002 Año III. Edición 344 IMAGENES PORTADA
Los libros
Los años de Orígenes

por C. E. D., Miami Parte 2 / 2

No hay libro que haya levantado más ronchas en el cuerpo de nuestra literatura; no hay otro que haya hurgado tan implacablemente en nuestra condición y nuestra historia, y que haya puesto con tanta precisión el dedo en nuestra llaga. Porque no es sólo la crónica desmitificadora de un momento importante de nuestra cultura, ni el historial desnudo, a veces doloroso, de los protagonistas de la revista literaria más célebre de Cuba, sino, además, una demoledora reflexión sobre el acontecer cubano, desde Casal hasta nuestro presente, que echa en el mismo saco a escritores y políticos, personajes famosos y gente anodina, tanto en la Isla como en el exilio.

Pero Los años de Orígenes es, sobre todo, el testimonio de una incongruencia. La incongruencia sin la que es imposible explicar el siglo XX en Cuba, y por lo visto, también el XXI. Esa insistente y palpable incongruencia que hace que en el cubano los deseos vayan por un lado, las palabras por otro, y los actos por otro, como si el mero hecho de nacer en la Isla provocara un trastorno de la personalidad.

Y es también, por supuesto, la incongruencia del escritor con respecto a la sociedad cubana, con respecto a esos mundos tan cubanos de la política y de la familia. Y a la vez, la incongruencia de esa sociedad, de esos mundos, con respecto al escritor.

Los que afirman que García Vega sólo intentó socavar la grandeza, "serruchar el piso" de sus cómplices en la sigilosa aventura de Orígenes, no han logrado entender su propósito, que él explica una y otra vez, por momentos de forma desgarrada, a lo largo del libro. Sólo basta observar los adjetivos —excelente y espléndido, entre otros similares— con que califica las obras de Lezama, de Eliseo Diego, de Gastón Baquero.

García Vega, en Los años de Orígenes, al igual que en El oficio de perder, su autobiografía lamentablemente inédita, muestra esa cualidad que el genial Keats llamó "capacidad negativa"; es decir, la capacidad de cuestionar, de retar, de dudar; y cuando digo dudar, hablo incluso de la variante más difícil y también más meritoria del verbo: el dudar de sí mismo.

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