La loma del ángel |
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por C. E. D. |
Parte 1 / 2 |
Investigador, crítico y jubilado desde hace poco como profesor universitario, José A. Escarpanter tiene con Cecilia Valdés una relación que, como cuenta aquí, data de su infancia. Eso lo llevó a buscar, tan pronto se publicó, la reescritura de la célebre y popular obra hecha por Arenas, quien dio rienda suelta a su imaginación para crear la novela que él hubiese escrito de haber sido Cirilo Villaverde.
Una arrebatada defensa del ser humano
En cuanto apareció La loma del ángel acudí a leerla, reavivando así mis viejas relaciones con la novela de Cirilo Villaverde. Supe de la existencia de Cecilia Valdés cuando sólo contaba seis años de edad. Una noche mis padres me informaron que iríamos al teatro (¿qué sería eso?, me pregunté) para ver Cecilia Valdés, una obra inspirada en una famosa novela cubana.
Esa noche fue definitiva en mi vida. El teatro, con su representación en vivo, que incluía una espectacular maquinaria real para moler caña, era bien diferente a las películas en las pantallas. Esta manifestación me captó por completo y al cabo de los años decidió mi profesión. Con el tiempo, a medida que conocía otras piezas líricas y dramáticas e iba penetrando en ese otro universo mágico de la literatura, aquella zarzuela inicial me parecía demasiado esquemática y rebosante de melodrama, pero seguía disfrutando la música del maestro Gonzalo Roig, con su variedad de ritmos y sus incursiones en el bel canto en la grabación Cafamo, en riesgosos discos de 78 revoluciones.
A comienzos de los años sesenta, de pronto me vi envuelto en el proyecto de preparar un montaje escénico de Cecilia Valdés. Muchas de las ideas que me habían rondado por años pude ponerlas en práctica entonces con la anuencia del maestro Roig. Miguel de Grandy, figura capital del teatro lírico cubano, escribió un nuevo libreto que resultaba más fiel al texto de Villaverde; Andrés, el excelente figurinista, decidió vestir a Cecilia en su famosa "salida", tal como la describe Villaverde, sin la bata de cola que la acompañaba desde su estreno en 1932; y Roig, con un entusiasmo admirable, enriqueció la partitura con números nuevos. Yo creía que sería la versión definitiva, pero las modificaciones no fueron bien aceptadas por el gran público.
Unos años después, Cecilia Valdés, esta vez el texto novelesco, volvió a ocuparme por un tiempo. Me encomendaron hacer una edición de la obra con un amplio glosario, en la que no aparecería mi nombre. En cambio, tuve la satisfacción de que la portada la hizo Amelia Peláez.
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