Miércoles, 20 febrero 2002 Año III. Edición 306 IMAGENES PORTADA
El criticón
Miradas

Películas. El tercer estreno nacional del 2001. Un caso de difícil verosimilitud.
por ANTONIO JOSé PONTE  
Álvarez
Realizador Álvarez. ¿Tirarse al agua sin mojarse?

Enrique Álvarez ha reconocido que en Miradas, su último largometraje, manejaba un caso de difícil verosimilitud: el de una joven cubana que decide vivir en La Habana de hoy luego de haber pasado años en Noruega. Jacqueline Arenal (El Siglo de las Luces) presta rostro a ese personaje, misterioso no sólo por una elección geográfica sino también por su origen, pues su verdadero padre no es el pescador asentado en Casablanca (Manuel Porto) que la criara, sino un exiliado como ella (Miguel Navarro) que regresa a ajustar cuentas con aquél.

El antiguo novio de la protagonista (Alfredo Alonso) viene desde provincias a visitarla. Una imposibilidad sentimental le ha impedido volver a La Habana en todos estos años. Y si ahora lo hace es porque divisa la ciudad desde el otro lado de la bahía, porque no va a entrar en ella y su pacto sentimental sigue en pie (la película transcurre en esa imposibilidad: Casablanca y Regla, pueblos del otro lado de la bahía. O La Habana desde lejos, sin salir de La Habana, en fotografía de Raúl Rodríguez, edición de Miriam Talavera, dirección de arte de Pavel Giroud y música de Ulises Hernández.)

A ese exnovio lo acompaña su novia actual (Raquel Casado), empeñada en largarse al exilio. Y completa el cuarteto un fotógrafo (Mijail Mulkay) a quien debemos la obsesión por la mirada. Cuatro personajes reunidos en una casa frente al mar, a los que viene a sumarse, en busca de su hija, el hombre de negro.

La tensión entre esos cuatro jóvenes ha sido muy bien coreografiada (Abilio Estévez como asesor de dramaturgia). Mientras corre la película se adensa la espera de no sabemos qué. Pero el duelo que enfrenta a padre verdadero y padre falso, que enmarca toda la historia y hacia el que la tensión avanza, resulta fallido dramatúrgicamente.

Porque el director de Miradas ha dotado a su protagonista de padre más inverosímil que ella. Vestido de traje negro, con maletín de piel, como salido de Men in Black, vuelve al país después de tantos años para aclarar un asunto de paternidad y tomar venganza. No tenemos, sin embargo, participación alguna en ese encarnizamiento. La tragedia, al sobrevenir, nos resulta bastante ajena.

Una escena sumamente retórica enfrenta a pescador y a hombre de negro, que avanzan uno hacia el otro hasta que el viejo tren de Hershey (estamos en Casablanca) los separa. El desenlace entre ellos será elusivo, sin embargo.

Sigfredo Ariel, guionista en tándem con el propio director, ha escrito diálogos fluyentes para una película de ambiente denso. Enrique Alvarez ha conseguido quitarse de encima el plomo de los diálogos de su primer largometraje (La ola). Y, si en alguna ocasión sobran parlamentos, no es a causa de la inoperancia de éstos, sino por exigencias "a la Antonioni" que hacemos a historias así: más silencio, la mayor cantidad de preguntas y la menor cantidad de respuestas.

En Antonionilandia, una Mónica Vitti no se vería obligada a responder por qué ha vuelto. "Por las naranjas", contesta la protagonista de Miradas mientras pela una de ellas. Y hacia el final del filme reconoce no saber qué razón la ha traído de vuelta. Enrique Álvarez ha ordenado una historia alrededor de los orígenes: paternidad y patria. Ha querido filmar un drama de la sangre.

Mientras Orlando Rojas se decidía por el cabaret en Las noches de Constantinopla, y Juan Carlos Cremata por el comic en Nada, él ha buscado en Miradas la tragedia. De los tres largometrajes que constituyen la producción anual de la industria cinematográfica cubana, este último es el que más directamente (aun cuando simbólico) se ocupa de nuestra realidad de hoy (Rojas, respecto a esto, resulta anacrónico. Cremata, banal.)

Difícilmente podría cerrarse Miradas con la pelea de dos viejos por un antiguo asunto. El director podría haber justificado mejor ese duelo, pero aún así resultaría colofón insuficiente. Porque algo más inquietante que unos navajazos ha sido cuestionado: qué hace esa mujer aquí de nuevo. Cualquier historia actual filmada en Cuba supone responder (aunque incompleta o brevemente) la pregunta de qué hacen sus personajes en este país todavía.

Con ciertas cautelas "a la Antonioni", o con las mismas prevenciones de ese personaje que mira la ciudad sin poder entrar en ella, Enrique Álvarez ha intentado encontrar respuesta a esto.


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