Martes, 24 diciembre 2002 Año III. Edición 522 IMAGENES PORTADA
Cultura
Después de la orgía

¿Son los lectores quemados, los poetas frustrados, los artistas fracasados quienes inventaron la Isla... y el mundo? Una reflexión tras la clausura de la FIL.
por NéSTOR DíAZ DE VILLEGAS, Los Ángeles Parte 1 / 2
Villegas
Nestor Díaz de Villegas (Pedro Portal)

El fin de las jornadas culturales en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) me recuerda la resaca del caso Eliancito. Coincidencias abundan, y vale la pena destacar, en puro estilo Pérez–Roura, la más inquietante: "el castrismo ataca de nuevo al Exilio". No es que antes lo perdonase, es que desde el affaire Elián se echa a ver claramente la importancia estratégica de los cubanos de afuera en este nuevo escenario donde las tropas de asalto del Comandante ya no tienen naciones reales a las que aterrorizar. A esas brigadas melancólicas, formadas por veteranos de las guerras sucias que hicieron cundir el pánico en Angola y El Salvador, ahora sólo les queda la Pequeña Habana.

Como en el caso de Elián, la ocasión se pinta sola para el auto-análisis, y no deberíamos desaprovechar la sensación de vacío y de disgusto que nos ha dejado el enfrentamiento con la chusma fascista. Caminamos borrachos, pateando latas y arrastrando serpentinas, por una calle de Guadalajara donde apenas comienza a clarear. Si nos asomáramos al cristal de alguna vidriera, podríamos ver las ojeras que nos han salido; comprobaríamos cuánto hemos envejecido en una sola noche de juerga en la compañía de la Gran Ramera. ¡Un episodio tan sórdido, nada menos que en la Feria del Libro! Como profesores Basura andan los intelectuales después de la orgía.

De haber podido escoger, seguramente habrían elegido para escenario de sus pasiones al Madrid de la Avellaneda y Baquero, a la Roma de Calvert Casey, o al gay París de Severo y Alejandro, pero el destino ha insistido en que las batallas decisivas de la historia de Cuba —nuestras batallas de ideas— se liberen entre sarapes y piñatas, en esa tierra donde somos acaso más extranjeros que en ninguna.

¿Valdrá la pena hacer el inventario de nuestras desgracias mejicanas? Baste decir que en aquella tierra está la casa de María Antonia, donde ocurrió el encuentro fatídico; y que desde allí, realizando el recorrido inverso al de la nave de Cortés, salió ese otro barco que, según el dicho de los sabios callejeros, "embarcó a medio mundo". Quizás estemos pagando alguna deuda histórica. A lo mejor se trata de la venganza de Moctezuma.

Guadalajara y la FIL nos enseñaron una lección que no por libresca resulta menos urgente. Mirándolo bien, es verdad que el universo puede reducirse a un libro, mallarmeano, infinito. ¿No son los lectores quemados, los poetas frustrados, los artistas fracasados quienes inventaron la Isla —y el mundo— en que vivimos? ¿No son acaso los libros los que nos llevaron al callejón sin salida donde nos encontramos? Hace poco hice una comparación desmesurada del enfermizo nacionalismo cubano y el nacionalsocialismo nazi; ahora quisiera abundar sobre el parentesco literario, sobre el común origen libresco de los despotismos.

Para entender al homme de letres que deviene tirano habría que remontarse, por lo menos, al Quijote. Ese loco del libro engulló tantas novelerías que quiso ser novela él mismo. Se le tostó el cerebro, se le ablandó la mollera por culpa de tan malsanas lecturas, y terminó imponiendo a su escudero —y a un batallón de pasivos oyentes de la plaza— el método de deshacer entuertos que había aprendido en el Amadís. ¿Es coincidencia o capricho, entonces, que al Che —médico a palos y escritor malogrado— se le compare a menudo con el Caballero de la Triste Figura?

No de distinta manera comenzó la carrera del Quijote de Braunau. Sabemos que leyó vorazmente durante su adolescencia, y conocemos lo que leyó. Su secretario nos dice, en Hitler Privado, que "su erudición abarcaba cada campo del conocimiento humano". Cuentan que en sus años muniqueses llevaba siempre una copia de El mundo como voluntad y representación en el bolsillo de la chamarra. Podía citar a Schopenhauer por capítulo y página.

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