Viernes, 06 diciembre 2002 Año III. Edición 510 IMAGENES PORTADA
Cultura
El desfiladero de los malditos

Conmigo o contra mí: Tras casi medio siglo, el poder político continúa pautando los destinos de la cultura nacional.
por JOSé HUGO FERNáNDEZ, La Habana Parte 1 / 2
Portada

Entre los más de once millones de seres que hoy viven en Cuba, se podrían contar con los dedos de una mano los que han leído la novela Boarding Home, una joya de la literatura cubana contemporánea. Su autor, el habanero Guillermo Rosales, murió en Miami a los 47 años de edad, agriado, enloquecido, exiliado total, víctima del fallo con voluntad de penitencia eterna que durante cuatro décadas dictó el Gobierno de la Isla contra todo el que intentara airear la mente y el espíritu allende los mares.

Claro que ni éste ni otros libros de Rosales fueron publicados en La Habana. Pero su caso no es una excepción. Sobrepasa la cifra de cien los escritores cubanos nacidos o crecidos dentro de lo que llaman la "etapa revolucionaria" y que hoy subsisten desperdigados por el mundo, sin derecho a ser leídos por su público natural y sin que se les permita, salvo a costa de arriesgar su independencia, la vuelta en busca de un reencuentro con las fuentes primigenias. Aquí se les llama "malditos", porque han sido marcados por el anatema de la excomunión.

En casi todo el continente americano y en numerosos países de Europa, además, en sitios tan impensados como Sudáfrica, Australia, Israel o Hawai, es posible hallarlos, adscritos a diversas tendencias estéticas y filosóficas, con obras mayores y menores, con mejores o peores oportunidades de acceso a las editoriales y al reconocimiento público, con más y menos suerte, más y menos resignados a empollar como el cuclillo —en nido ajeno—, pero ligados siempre por la misma nostalgia y el mismo julepe. Muchos ni siquiera se conocen entre sí. Sin embargo, confluyen en la huella de un pasado común que deviene presente en cada uno de sus textos.

Si se aprecia en su hondura la tragedia de estos escritores, tal vez podría resultar comprensible el hecho de que varios entre ellos muestren interés por los planes de reconciliación que ahora sustenta el Ministerio de Cultura de la Isla. Incluso puede parecer natural que más de uno haya pactado ya una suerte de intercambio tácito, mediante el cual se le facilita el acercamiento al público de aquí y aun la posibilidad de vuelta a casa, aunque sea de visita, a cambio de que acepte la invitación, es decir, que entre por el aro.

Cada cual con su cuero hace tambores. No más faltara. Y como no es bonito enfrentar la intolerancia desde la intolerancia, no procede un emplazamiento a quienes, haciendo uso de sus libérrimas ganas, acatan otra vez las reglas.

Lamentablemente, tampoco es posible dejar de recordar que aquellos que le prenden la vela al santo son los mismos que le abrieron la llaga. Ni sería juicioso pasarle por encima a la cuestión sin desgranar dos o tres interrogantes que caen sobre su peso.

¿Será que luego de transcurrido casi medio siglo continuamos viendo como cosa normal que el poder político, siempre el mismo, paute los destinos de la cultura en Cuba? ¿Es que existen diferencias esenciales entre la situación de 1961, cuando Dios dijo "conmigo o contra mí", y el actual proyecto, que borra o incluye nombres, que autoriza o desautoriza obras, que perdona o salva, según le resulte conveniente a Dios? ¿Acaso no sería más sencillo que el Gobierno demostrara sus buenas intenciones, si las tuviese, dejando de una vez la cultura y el arte en manos de sus auténticos hacedores, sin poses de perdonavidas, sin presiones de ningún tipo, sin condiciones impuestas a partir de simpatías o antipatías, y, sobre todo, abriendo las arcas, pero en serio, a la libre expresión, al pluralismo de ideas y al libre comportamiento individual?

Si asombra constatar la impunidad con que durante tanto tiempo el poder político se ha mantenido alterando su misión, desbordando sus prerrogativas, al marcar los límites de influencia del arte y la cultura, al decidir qué se publica o qué se lee, y al condenar tanto al artista como al hombre común por lo que piensan o por el modo en que resuelven encausar su albedrío, más podría asombrar hoy la inocencia, o la desidia, de quienes le hacen el juego.

Ni siquiera resulta sensata la justificación de los que, al no haberse formado como escritores dentro de la Isla, por la edad y/o por determinadas circunstancias, no se consideran comprometidos con la historia. El arte y la literatura, que se nutren de las más diversas, relativas, misteriosas substancias de lo humano, no armonizan con la verdad incontestable y rígida del totalitarismo. Y este principio ha sido tantas veces probado que, para suscribirlo, nadie necesita sufrir en carne propia su lección. Mucho menos en el caso cubano, donde las víctimas son numerosas y están a ojos vista.

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