Lunes, 14 octubre 2002 Año III. Edición 471 IMAGENES PORTADA
Cultura
El escritor y el tirano

Mondadori edita las memorias de García Márquez en momentos en que Castro aspira a reencarnar en el colombiano.
por ALEJANDRO ARMENGOL, Miami Parte 1 / 2
Portada
Memorias de Gabriel García Márquez

El mecanismo de terror en una dictadura falla sólo con un grupo social: los intelectuales.

No es que ellos sean los ciudadanos más valientes. Puede que se encuentren entre los más cobardes. Pero demuestran una mayor capacidad de asimilación y resistencia. Son, además, los que trascienden.

Dice Jorge Edwards en su biografía de Pablo Neruda, Adiós, Poeta: "A Fidel siempre lo encontré irritado frente a los escritores, desconfiado, como si ese precario poder que ellos manejan, el que les confiere el uso y el arte de la palabra, amargara de algún modo, en su núcleo más vital y sensible, el poder suyo".

En la biografía sobre Stalin de Edward Radzinsky se narra la preparación de un juicio a Babel y Meyerhold, que involucraría a Eisenstein, Katoyev y Ehrenburg. Durante los interrogatorios, Stalin pierde la fe. Duda que los intelectuales jueguen su papel, tal y como estaba planeado. Cada día crece su desconfianza en el proceso. Babel lo admite todo y luego se retracta. Stalin decide que los escritores y artistas son tipos impredecibles. Gente voluble de una naturaleza sumamente peligrosa. Prisioneros que admiten demasiado fácil las culpas inventadas, pero que de igual forma luego se retractan. Opta por matarlos en forma callada.

En Cuba, quien planteó de forma más descarnada el conflicto entre los escritores y el Gobierno fue Ernesto Che Guevara: "El pecado original de los intelectuales cubanos es que no son verdaderos revolucionarios". La frase puede invertirse: el pecado de los revolucionarios cubanos es que no son verdaderos intelectuales (con perdón de Martí). La realidad supera el enunciado: lo peor de muchos revolucionarios cubanos es que han pretendido ser intelectuales. Pero el Che era un hombre orgulloso.

Ahora Fidel Castro da un giro de 180 grados, y proclama que de reencarnar preferiría nacer como escritor. La declaración es su último desprecio a la nación cubana. Echa por la borda su labor de lucha y cambios sociales, y añora cambiarla por una labor más íntima: una novela bien escrita, un verso logrado, el cuento que se vuelve a leer con agrado varias semanas después de hecho. No es ni siquiera una vocación frustrada, como la de Hitler. Es añorar una tarea no emprendida. Culpar al destino de ser un gobernante. No nos deja la venganza de saberlo satisfecho: despótico y embriagado de poder. Todo podía haberse resuelto de forma más satisfactoria para la nación cubana de haber existido, durante la época republicana, un mayor reconocimiento para los creadores, un buen concurso de narrativa, más revistas prestigiosas que hubieran permitido al joven Castro desarrollar una carrera que ahora confiesa, pero que nunca desarrolló.

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