Martes, 06 agosto 2002 Año III. Edición 425 IMAGENES PORTADA
Cultura
Ensayo civil

por RAúL RIVERO, La Habana  
Nicolás Guillén

Le gustaba el vodka helado y las mujeres tibias, inteligentes y leales.

Tenía pasión por la ropa limpia, elegante, de marca, como dicen ahora, y enseguida que pudo se apuntó en la lista de clientes de Mesié Rochas.

Jamás consiguió dar unos pasos en un salón de baile como no fuera para atravesarlo y saludar a los músicos, y tenía la certeza de que había reinventado el son.

Vivió convencido de que los automóviles podían, de repente, echar andar a voluntad. Como nunca aprendió a conducir —ni de niño a montar bicicleta— tenía que quedarse solo en un carro estacionado, aunque fuera por unos segundos.

Hacia 1979 fundó en el balcón de su casa, en La Habana, una empresa que exportaba atardeceres a Escandinava. Se hizo nombrar vicepresidente con la intención de controlar in situ la captura de las piezas.

Soñaba con grandes titulares en los diarios de Finlandia. Por ejemplo: "Llega hoy barco con crepúsculos cubanos".

Aunque tenía pasión por los animales pequeños, era implacable con los ejemplares adultos de los cerdos, porque apreciaba su carne bajo cualquier receta. Solía redondear esos platos con el buen casabe de Camagüey, unas yucas en actitud de entrega y abundante congrí desgranado y brilloso.

Para vencer su timidez usaba una caperuza de vanidad y diseñaba unas aduanas en lo que debía ser el vacío y era, en realidad, el espacio de los pájaros y las mariposas.

En un ámbito como éste, pero más noble, escribía a mano su poesía y a máquina la prosa con mensajes para defender amores, ex amores, fidelidades, ilusiones y abandonos.

No creía en la inmortalidad, pero coleccionaba relojes y bolígrafos y tenía con ellos una relación casi humana.

Se defendía de la vejez con un sentido del humor que frecuentemente volvía contra él mismo. Era un humor emparentado con el periodismo, porque surgía siempre de la actualidad. De los famosos cuentos que hacen los cubanos se sabía sólo dos, y los había aprendido cuando niño en la ciudad donde nació.

Admiraba y quería a Eliseo Diego y a Onelio Jorge Cardoso, y a veces soñaba, o se creía de verdad que hablaba de poesía, con Rubén Darío.

Entre sus influencias más evidentes se pueden citar a Góngora y al "Colorao", un barbero de provincias. Quevedo y Rafael Ángel, el negro que se sentaba a la derecha de su pupitre de primer grado y terminó de abogado municipal y espeso.

Pepilla, la abuela a la que él puso en un poema un pañuelo de cáncer en el cuello, y el gallego Vázquez, que lo acompañaba en los viajes al interior con una maleta de madera.

Lo conmovió también Manolo Cuellar Vizcaíno, un periodista, chofer de cuñas y vulcanizador, que solía dejar a la puerta de su despacho en el Periódico, cuando salía a tomar la mañana, este letrero críptico: "guerbo en el arto".

Lloró una noche en Buenos Aires, frente a frente a una judía francesa con nombre de signo zodiacal, en un apartamento de tres ambientes, en los últimos momentos de una despedida.

Era un ateo abierto al diálogo. De ahí que a veces tuviera encuentros inesperados.

Su nombre verdadero sigue siendo un enigma entre las aguas, pero para moverse en Cuba, y en la noche, y en esa otra patria que es la poesía, se hacía llamar, y se llamaba, Nicolás Guillén.


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