Martes, 18 junio 2002 Año III. Edición 390 IMAGENES PORTADA
Cultura
Borrón y cuento de caminos

por RAúL RIVERO, La Habana  

El totalitarismo es audaz porque te traza una vida lóbrega, sin libertad ni esperanza, y te la describe después como una existencia esplendorosa.

El sistema trabaja con tenacidad grosera para convertir al hombre en un aldeano mediocre y narra luego sus marchas al compás del cencerro como desfiles triunfales.

Su dominio del presente y del porvenir es absoluto.

Con el pasado tiene problemas, pero se resuelven con la colaboración de grupos de expertos que llevan años arreglándolo todo con goma de borrar y pegamento.

Por ejemplo: cuando yo era niño y asistía los viernes en mi escuela a la ceremonia semanal del beso de la patria, no era la patria quien recibía aquel beso inocente. Mis amigos y yo lo que hacíamos era lamer las botas del imperialismo.

Los poemas a José Martí que recitábamos no se elevaban hasta la memoria del autor de los Versos sencillos, permanecían enredados en las nubes de pólvora de las tropas americanas que rodeaban Santiago de Cuba.

Los noviazgos que se iniciaron en los bailes por el 20 de mayo en todos los pueblos y caseríos de Cuba son falsos y no respondieron a los llamados del amor legítimo. Como fue espuria la celebración se hizo inauténtico el enlace. La felicidad que experimentaron aquellas generaciones de cubanos queda abolida y sus sentimientos son polvo enamorado, ceniza volátil en los cementerios.

Los sombreros de guano y las banderas, las guayaberas y un son para bailar, que era todo lo que querían los hombres y las mujeres que cantaban, no tienen valor, ni fuerza, ni movieron nada importante.

Los hijos que nacieron de aquellos amores sagrados o de los encuentros de amantes en la confusión y la euforia, son engendros, fantasmas ilegales, carne de vivac, materia de revisión política.

Ana María de las Mercedes bajó las escaleras vestida con una larga bata blanca. Su cara de aquella tarde de 1955 es un anillo brumoso, pero no olvido el perfume de la mariposa que llevaba donde estarían más tarde sus pechos de virgen.

Ella no representaba a la mujer cubana, ni la mariposa era la flor nacional.

El coro de maestros humildes y honrados que año tras año cantaba desafinado y tenso el himno nacional era, por obra y gracia de los serviciales historiadores contemporáneos, una banda de empleados de la embajada de Estados Unidos.

El pasado siempre es más difícil de modificar porque la memoria es —como le gustaba decir a Ciro Alegría— ancha y ajena.

Los bisturís de los propagandistas se dislocan entre esas imágenes que uno guarda como un expediente civil junto a los rostros fugitivos y las acechanzas de los amores.

En este país (espero que en todos) cada persona recuerda su vida como quiere. Yo tengo en la cabeza una República en la que pasé mi infancia. Y tengo otra en la que voy a vivir el porvenir.


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