Stalin y las gallinas |
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por RAúL RIVERO, La Habana |
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Ya todo el mundo sabe que un mal poema es inmoral. De ahí que quien lo escriba sea inmoral también y su vidita de hombre, de ciudadano, se desenvuelva en ese reino vano.
Ese es el tipo de persona que conforma el estado mayor visible de los pícaros de sabana. Se trata de escritorzuelos de baja intensidad que se hacen invitar a España y Noruega, a México y Brasil, a Costa Rica y Buenos Aires como representantes legítimos de la resistencia revolucionaria en el hemisferio.
Sólo que al llegar a sus destinos se apresuran a visitar al enemigo. Sí, porque los enemigos que ellos enfrentan con valentía en los pasillos de las instituciones y en las barras de los bares de El Vedado viven en esos sitios, entre otras cosas porque se tuvieron que ir hastiados y perseguidos.
Una vez que están allí, a solas con el enemigo, se hacen convidar a sus mesas y, después del café, con los primeros rones, ya están llorando y maldicen sus trincheras inexpugnables.
Esa noche, su rival —¿sabemos que es su propio corazón?— lo lleva a una cama provisional donde el combatiente permanecerá hasta su regreso a la guerra, porque óyeme, mulato, así me ahorro unos pesitos para la leche en polvo y los zapatos.
Para garantizar un regreso probable, el patriota denigra a los promotores de la batalla. Se burla de sus jefes inmediatos y, además, él también se siente deprimido y hostigado, casi no puede más, no se queda de milagro.
Por los niños, mulato, por los niños. Es mucho lo que está pasando allá, ustedes no saben bien las cosas, dice ya en la puerta, rumbo al aeropuerto, la maleta como una floración de sus extremidades.
Unas horas de vuelo, la altura y el roce con las nubes, le devuelven al viajero un poco de firmeza y ferocidad y comienza el reordenamiento de las ideas.
Con los lentes nuevos que le ayudó a comprar aquel traidor, va a tener otra mirada para sus compañeros y los lugares donde la tropa vivaquea a la espera de nuevas órdenes.
Aquí, abrazando lleno de emoción a sus superiores, los ojos arrasados en lágrimas, en medio de una parca distribución de lapiceros, relata cómo esquivó en tierra extraña a los sirvientes del imperio y cómo, ante una situación sin salida, les salió al paso y los hizo escapar en desbandada.
Qué susto les di, mulato, les canté cuatro verdades en público y no sabían dónde meterse. Lo que pasa es que no tienen moral, dice con resolución a la tercera cerveza.
¿Alguien lo cree? No, pero es mejor mediocre en Cuba que ciento volando.
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