Miércoles, 17 abril 2002 Año III. Edición 346 IMAGENES PORTADA
Cultura
Conciencia y poder

Periodismo, ética, ¿estadística? A propósito de un Saramago que ataca aquí aquello que alaba allá.
por LUIS MANUEL GARCíA, Sevilla  

En La Noche, su obra teatral, José Saramago narra los sucesos del 24-25 de abril de 1974, en un periódico de Portugal, y a propósito toca la tarea del periodismo de investigación, que es desentrañar los resortes reales del poder. Y apenas ayer, en la presentación del nuevo libro de Sanpedro sobre la globalización, denunció el poder del dinero como único poder real, descalificando de plano a la democracia con la pregunta: ¿Cuándo la Coca Cola se ha presentado a las elecciones? Una pregunta ingeniosa, sin dudas. Le agradecería al premio Nobel que también se hiciera otra, menos elegante, pero muy objetiva: ¿Cuándo el Señor Fidel Castro se ha presentado a las elecciones? Claro que también Saramago es víctima de La Noche, y aplica selectivamente el bisturí de la conciencia, según sea la fuente de poder a la que se refiera.

Muy cerca de Portugal, donde se estrenara la obra de Saramago, se ha debatido la Ley de Objeción de Conciencia de los periodistas. De acuerdo con ella, el redactor puede rescindir su contrato cuando un cambio en la orientación ideológica o informativa del órgano de prensa atente contra sus principios, o ante una modificación de las condiciones de trabajo que le signifique un perjuicio grave. La ley le concede, incluso, el derecho a negarse a participar en informaciones contrarias a los principios éticos del periodismo —cuáles son esos principios es algo más que nebuloso; y para percatarse bastará leer la prensa de una semana, que va desde el cotilleo venéreo al amarillismo y la información de trasmano y sin pruebas sólidas, que en otras latitudes costaría al periodista y al periódico un juicio por difamación—. Por último, protege el derecho del periodista a la forma y contenido de sus textos, que en caso de enmienda sólo podrán ser publicados con su firma si otorga su consentimiento.

No es difícil establecer el puente que conecta el debate de esa ley con la obra teatral de Saramago. La conciencia y el poder han mantenido desde siempre una relación dialéctica, con harta frecuencia nada cordial. Si lo analizamos a grosso modo, basta observar que el propósito del poder es siempre imponer a la mayoría un diseño político, lo que puede demandar desde la demagogia y el engaño hasta la fuerza bruta. Siempre que se cumpla el propósito, los fines serán sobreseídos por la historia (al menos por la historia inmediata, y tengamos en cuenta que el poder y la política son las artes de lo inmediato). Para ello el poder contrata sus amanuenses. Por su parte, la conciencia debe ser reflexión del hombre ante su tiempo, búsqueda de valores inmanentes y hallazgo de parámetros éticos más o menos perdurables. Podría decirse incluso, llegados al extremo, que el ejercicio consecuente de la conciencia, o una política de principios, está contraindicada al político, cuya supervivencia sólo está garantizada por un pragmatismo sin remilgos. Los hay que han perdurado más allá de lo imaginable gracias a su frenético travestismo.

De modo que ni en sus fines ni en sus medios la conciencia y el poder coinciden, aunque puedan tocarse eventualmente cuando los valores de la conciencia resulten instrumentos útiles a los propósitos del poder. Como son instrumentos del poder (o de las distintas facciones del poder) los medios de comunicación. En países autoritarios, de un modo burdo y directo, y por ello con escasa efectividad —el hombre sospecha siempre de las verdades unívocas y busca con entusiasmo las verdades clandestinas—. En países democráticos, con un grado variable de "libertad de prensa", mediante procedimientos más sutiles. Basta observar en la prensa actual la redacción diferencial de una misma información cuando la editan ABC, El País y El Mundo, por referirnos a España, e incluso las diferencias entre una misma noticia sobre Cuba aparecida en el Nuevo Herald y en el Miami Herald, a unos metros de distancia. Diferencias que no sólo constituyen un acto de servicio (aunque con frecuencia también), sino una estrategia de marketing —cómo y qué desea saber nuestro presunto lector, ese consumidor de palabras que hace posible la rentabilidad de la empresa—. El dato es el mismo, la verdad objetiva es una, pero la subjetiva, inoculada por el comentario, por ciertos adjetivos y el enfoque, suele ser bien diferente, cuando no opuesta. Cada órgano de prensa responde a una zona del poder, elegida o asignada, que modula su objetividad y define sus propósitos globales. De modo que hablar de "libertad de prensa", en sentido total, sería algo discutible. Tendríamos que acudir a publicaciones tan independientes que apenas tienen peso en la opinión pública.

Por suerte, a diferencia de las autocracias que establecen el monopolio del poder y de su discurso, sin márgenes ni alternativas, en democracia las distintas facciones del poder real y de su representante, el poder político, dictan discursos diferenciales y con frecuencia contradictorios, de modo que al cabo la "libertad de prensa" se aproxima a la realidad, no por intención puntual, sino por una vasta sumatoria de verdades parciales y tendenciosas. Es la verdad estadística. En ella existen espacios, aunque sean pequeños o marginales, incluso para un periodismo ético que bien podría ser el que Saramago demanda —de más está decir que no para sus amigos, sino para sus enemigos—, y más aún, el que merece la sufrida masa de lectores, harta de adivinar qué diablos pasa bajo la superficie engañosa de las palabras.


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