Martes, 20 noviembre 2001 Año II. Edición 239 IMAGENES PORTADA
Cultura
De bronce e hidalguía

El loco más ilustre y tierno que tuvo la capital vuelve a desandar sus calles. Regresa el Caballero de París.
por LUIS MANUEL GARCíA Parte 1 / 2

El escultor José Villa Soberón parece empeñado en la hermosa tarea de repoblar La Habana con personajes célebres del más allá y del más atrás. Ya circulan bromas sobre las ventajas de estos ciudadanos de bronce: no exigen su cuota, no atestan el transporte urbano, no integrarán la disidencia y se presupone que no enfilarán jamás hacia el Norte a lomo de balsa. Bromas aparte, la crisis perpetua que atraviesa la Isla no ha logrado embotar la sensibilidad de los cubanos, su hambre de belleza.

Respondiendo al encargo de las autoridades, fue primero la estatua de John Lennon, que desde entonces ocupa su banco en el parque de 15 y 6, en el Vedado. Y, aunque resulta difícil validar su relación ideológica con el discurso oficial, no ocurre lo mismo con los sueños y las esperanzas del cubano de a pie, quien imagine desde siempre un mundo mejor. Restauradas las gafas que alguien le robó a los pocos días de sentarse en el parque, la costumbre le ha incorporado ya al mobiliario urbano.

Ahora es el Caballero de París quien camina de nuevo por la ciudad, frente al Convento de San Francisco de Asís, en una versión menos vulnerable que el original. El encargo fue en este caso del Historiador de la Ciudad Eusebio Leal, quien ya había exhumado los restos del Caballero, para enterrarlos con honores en el mismo Convento, devenido hoy museo y sala de conciertos.

Sin dudas Juan Manuel López Lledín, más conocido como el Caballero de París, es ya parte de la mitología habanera. Nacido en Fonsagrada, aldea gallega de Lugo, en 1890, emigró como cientos de miles de sus compatriotas a la promisoria Habana de la época. Después de trabajar como dependiente en los hoteles Telégrafo, Sevilla y Manhattan, cumplió prisión tras ser acusado por el robo de unas joyas en la casa donde se empleaba, aunque más tarde fue demostrada su inocencia. En la cárcel se quebró el hilo que lo conectaba a eso que las convenciones han acordado llamar "realidad". Desde entonces se le vio zapateando las calles con su hirsuta melena y su barba, que encanecieron al paso de los años, su capa negra llena de misteriosos bolsillos interiores, de donde extraía estampitas, recortes de periódicos y hasta caramelos para obsequiar a los niños.

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