Martes, 16 octubre 2001 Año II. Edición 214 IMAGENES PORTADA
Raúl Rivero: Favorables
Vender la escafandra

Son como Dios: están en todas partes. Prefieren, desde luego, las zonas de embajadas, los barrios de jerarcas y extranjeros y las calles de hoteles y restaurantes de lujo, pero cualquier sitio es bueno para tocar el fondo.

Los buzos de tierra firme no son muy exigentes para elegir el lugar donde descienden.

Se desplazan por los basurales con gesto felino y precisión de ninja. Las manos adentro, el tacto a toda máquina entre los desperdicios. La mirada arriba, la cabeza como un periscopio para localizar extraños y policías.

Ésos parecen ser los de más oficio, más experiencia y años de navegación entre los desechos. Los novicios trabajan sin precaución, con chapucería y descaro y, prácticamente, le quitan de la mano las sobras a los transeúntes.

El gremio está compuesto por una mayoría de hombres. Han asumido la mendicidad y, por lo tanto, se visten con esos trajes demolidos, los zapatones que botó un vecino, las chaquetas de corduroy de hilos mareados y unas gorras y sombreros, que uno llega a sospechar que algún empresario sádico diseñó para ellos.

Buscan restos de alimentos, latas vacías, pomos plásticos y cualquier otro tesoro que los turistas y otros seres poderosos dejen caer en los contenedores.

Puede haber, después de una inmersión minuciosa y profesional, casi un almuerzo. Se halla una cuña de pizza (sólo dos mordiscos de mujer en el borde inferior) y medio Sprite, caliente ya, pero con el espíritu del limón vivo en las burbujas que quieren subir.

Con un poco de suerte, habrá también algún manjar para el perro (una cajita con los huesos de medio pollo).

Si aparecen unos vasos encerados y otras piezas de una vajilla de cartón, bien limpias bajo la pila de agua, se le pueden vender a alguien que tenga un timbiriche en moneda nacional.

Están aquí, cerca de todos, escoltados por escuadrones aéreos de moscas y avanzadillas de cucarachas.

Silenciosos, sumergidos en sus mares palpables, algunos todavía con capacidad para sonrojarse y paciencia para esperar que pase esa señora y empezar el desalojo de hormigas locas de un pedazo de pan francés.

Los buzos de tierra firme con sus bultos al hombro, por toda la ciudad, recostados en los contenedores como los habituales de la barra de un bar.

"Una mala hierba", dice la prensa oficial. Y ni una palabra sobre los dueños de la parcela abandonada.


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